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JOSE DE LEONESSA 101 carcelados dispuestos a enrolarse contra los turcos, la pobreza y la desocupación de grandes estratos de la población diseminada en las zonas de los apeninos del centro de Italia, y, más aún, la prepoten– cia incontrolada de los señores que contrataban malhechores a su servicio, había poblado de mal vivientes los bosques y los montes. En las cercanías de Arquata de Tronto una banda de cincuenta ban– didos asolaban el país. La fuerza pública no había logrado cogerlos. Cayó entonces por aquellos contornos, por razones de mendicación, el padre José a quien rogaron les ofreciera algún remedio. Sin titu– bear fue en busca de los bribones a sus escondrijos, los reunió a todos con su proceder conciliador y les convenció para entrar en la iglesia de S. María Camertina. Una vez dentro, empuñó el cruci– fijo que llevaba sobre el pecho y les hizo una predicación conmove– dora sobre la necesidad de la conversión a Dios. Todos, sin excep– ción alguna, con mucha compunción y humildad se comprometieron a cambiar de vida y aceptaron uno a uno, al salir de la Iglesia, la corona del rosario que les fue ofrecida. Este hecho extraordinario conmovió de tal manera al pueblo que al año siguiente quiso tener al santo como predicador de la cuaresma en la villa. Los bandidos convertidos por su palabra estu– vieron entre los primeros para escucharlo. Se repetía la florecilla del lobo de Gubbio. El secreto de tal suceso era, sin duda, la íntima unión con Dios, cultivada con una oración incesante. Leemos en los procesos: «Con gran facilidad recogía en su interior las potencias del alma para gozar con mayor gusto de su Dios, y no sólo en el tiempo de la oración sino en todos los tiempos. Cuando viajaba, abrazaba su crucifijo y se introducía de tal modo en aquellas llagas que, según los misterios que contemplaba, su rostro cambiaba de color ahora macilento y ceniciento, ahora rubicundo y rojo pareciendo todo de fuego; esto también le sucedía en los múltiples discursos que hacía». Su palabra, auténtica «redundancia de amor», como decían los antiguos cronistas capuchinos, llegaba y transformaba eficazmente al auditorio. «Con su predicación -leemos todavía en los procesos– provocaba la admiración de todos los que le escuchaban por la altu– ra de las cosas que decía con simplicidad y con mucho fervor de espíritu, y producían en los oyentes efectos de compunción y de con-

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