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VI fueron favorecidas con dones excelsos de contemplación; algunas fue– ron, además, notables escritores místicas. Si quisiéramos proyectar en nuestra realidad actual la imagen mo– délica resultante de la multiplicidad de interpretaciones personales que recibe en ese retablo el común empeño de la vida capuchina, habríamos de comenzar, ante todo, por arrancarla del marco histórico -cultural, social y religioso- en que esos héroes supieron ser actuales, expresán– dose en actitudes y formas cuyo mensaje captaron muy bien sus con– temporáneos. Tendríamos así los rasgos permanentes del retrato ideal del capuchino -permanentes, por ser evangélicos, y por ende, franciscanos-, que deberían contornear hoy también nuestra fisono– mía e informar nuestro mensaje. Me permito señalar, en síntesis, esas constantes de la santidad franciscano-capuchina: 1? una vida orientada hacia Dios, dando la primacía a la oración contemplativa, de donde emana la unción seráfica en el decir y en el obrar; 2? el misterio de la Cruz, meditado, vivido y predicado; 3? liberación radical para el seguimiento de Cristo, conjugando el binomio pobreza-austeridad; 4~ el arte difícil de ser menores, sirviendo al Señor y a los herma– nos en humildad, en sencillez y en alegría, difundiendo en torno paz y amor; 5? coherencia con la opción hecha en virtud de la profesión, la cual hace sentirse al capuchino hermano de todos, altos y bajos, ricos y pobres, sensible a la situación de los que sufren enfermedad, soledad, opresión, discriminación; 6~ garbo para asumir, llegado el caso, iniciativas audaces de pro– moción social o misiones de paz. Tal me parece ser el mensaje que nos llega, de siglo en siglo, de esos hermanos y hermanas, que se nos ofrecen como maestros que nos enseñan y estimulan. Cada uno de ellos nos repite, en cierto modo, la despedida de san Francisco: «Yo he hecho lo que estaba de mi parte; Cristo os enseñe lo que os toca a vosotros» (2Cel 214). Fr. Lázaro Iriarte Iturri

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