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88 ANSELMO DE LEGARDA en ocasión en que estaba si expiraba o no expiraba, este místico destino. La vida en el capuchino nuevamente Dios infunde, su Espíritu en él difunde con tan larga profusión que le da predicación que arrebata, que confunde. Habla con tal propiedad y estilo tan agradable que se hace a todos palpable su abrasada caridad. Con tanta fecundidad su santa doctrina cunde que no hay alma en que no funde un grande afecto a la cruz: tan penetrante es la luz que en el corazón se infunde. De donde prudentemente se infiere el fruto que ha dado de las cruces que ha fijado devota toda la gente. Pidió encarecidamente esta santa devoción y así la pía afición al punto lo ha practicado por haberlo él encargado con eficaz persuasión. ¿Qué protervo o qué malvado negará que el capuchino del Espíritu divino tiene su pecho inflamado ? Con su luz iluminado obra en la predicación: luego con justa razón Zaragoza a quien tanto ama apasionada le aclama que es altísima su unción. ¡Oh, Zaragoza, ciudad de Dios tan favorecida que siempre has sido atendida por tu singular piedad ! ¿Quién podrá (¡qué necedad!) tal auxilio despreciar ? Y ¿quién podrá vacilar acerca de si lo fue ? Aquel que no tenga fe sólo lo podrá dudar. Como en lo mundano advierte que en la dulzura fingida tiene en aparente vida cifrada la mayor muerte, contra él se arma de tal suerte que no le deja chistar; por eso contra el obrar necio que el mundo le ofrece, de este Padre resplandece la libertad singular. El hablar con variedad y aun tal vez en su perjuicio es un horroroso vicio que nace de ociosidad. Faltar a la caridad, murmurar y maldecir del que acaba de venir del Altísimo Dios enviado, ¿quién dirá que no es causado de un ligero discurrir ? El que por carta ha sabido algo de este religioso por feliz y por dichoso totalmente se ha tenido. El que acaso le ha seguido en el camino al venir ha formado tal sentir que se juzga afortunado sólo de haberlo mirado. Pues ¡quién lo ha logrado oír!... El fruto de penitencia y grande horror al pecado que su celo ha despertado en la más mala conciencia; el temor de la sentencia que Dios ha de pronunciar contra el que ha de condenar, que al impío ha hecho tener, aun el mismo Lucifer ¿cómo lo podrá negar? IX. La particular moción que sienten los corazones, las eficaces razones que paran nuestra atención,
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