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82 ANSELMO DE LEGARDA III. Su vida es muy singular, su sobriedad sin medida, las hierbas le dan comida que no basta a sustentar. Es un continuo su orar; su celo, muy verdadero, su régimen tan austero como humilde su obediencia, pues vive sin resistencia, sujeto a su compañero. Todo el mundo que lo ve, siente una interior moción en que leal el corazón le dice qué sé yo qué. Tan solamente diré que se puede bien juzgar que su modo en el obrar persuade por lo abstraído; que, aunque sea perseguido, sv. vida es muy singular. Sabe bien lo que conviene para conseguir el cielo y así a este fin con anhelo todas sus cosas previene. El amor que a todos tiene cosa es bien encarecida por el que su misma vida diera con ánimo leal: si este es amor sin igual, su sobriedad, sin medida. Para su gusto no admite ni aquel regular sustento que para nuestro alimento cada día se repite. El más sabroso convite le es cosa muy desabrida: sólo le es vianda sabida pensar en el Redentor, y así a la parte inferior las hierbas le dan comida. Que de alimento no sea hierba alguna es cosa clara; pues éste, en su vida rara, aun éstas las escasea. Como tan sólo desea a su Señor agradar, tan escaso es al buscar para su mantenimiento que vive de un alimento que no basta a sustentar. Lo que más en su misión encarga a todo cristiano, que tenga siempre en la mano por escudo la oración. Tan excesiva pasión llega en esto a declarar que se puede bien juzgar, según de él la fama siente, que, por todo penitente, es un continuo su orar. Al predicar no repara en respetillos mundanos ni en hacer discursos vanos su ardiente celo se para. Todo su sermón prepara y dirige con esmero, como sabio misionero, a desterrar el pecado: de lo que queda probado su celo muy verdadero. No quiere ser aplaudido de las gentes ni elogiado, porque está bien enterado que ese es camino perdido. Todo el mundo ha conocido en su semblante severo, desde el primero al postrero que le miró con cuidado, que le tiene amortiguado su régimen tan austero. Para cualesquier acción ha de ser aconsejado, pues su humildad lo ha dejado sin libre resolución. Por eso en toda ocasión, con profunda reverencia, por no manchar su conciencia con la culpa que aborrece, al compañero le ofrece como humilde su obediencia. Si éste le manda comer, no se atreve a repugnar, y, si le manda ayunar, lu respuesta, obedecer. En tal grado llega a ser esta su santa obediencia
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