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370 GERMÁN ZAMORA poco menos que con un desesperanzador ignoramus et ignorabimus defi– nitivo. Mas por esto mismo nos parece excesiva su conclusión de que la imagen del Francisco juvenil no pueda ser otra que la de un joven impregnado de cultura laica en sus gustos y sentimientos 23 • R. Rusconi prosigue el tema donde lo deja F. Cardini, es decir, a partir de la conversión de Francisco, y lo baraja con no inferior dosis de escepticismo frente a las fuentes, juzgando ser muy difícil rastrear el curso vital de aquel joven « en la riqueza - sólo aparente - de datos, proporcionada por las legendae hagiográficas, en medio del silencio casi total de la documentación contempocránea (al menos hasta que los Menores no entran en la oficialidad eclesiástica) y en la autobiografía, del todo unilateral, de su Testamento... ». Pese a lo cual, es la pista autobiográfica la mejor para trazar su « identikit » esencial, relegándose al papel de auxiliares los demás testimonios. Rasgos definidores del personaje y su retrato son su dedicación inicial a los leprosos y a restaurar iglesias en ruinas, la aparición, a su lado, de los « fratres et sorores minores », la estigmatizadón y su canonización a poco de morir. Los demás hechos, críticamente fidedignos, han de insertarse en el entramado de aquéllos. En cuanto a la asistencia a los leprosos, es un rasgo inomisible, por implicar la « inversión total de la escala corriente de valores ». Pero, no obstante, esa imagen de Francisco cuidando a tal clase de marginados, desapareció pronto de entre las preferencias apostólicas de su orden. Al igual que el caso de la lepra, en el siglo XIII occidental fue la reconstrucción de iglesias una herencia del XII, bien documentable, al menos, para el área umbra. Mas el episodio, estrictamente biográfico, del Francisco restau– rador fue rápidamente interpretado con óptica teológica por las legendae franciscanas, convirtiéndose su protagonista en el reconstructor de la decadente iglesia romana. En Santa María de los Angeles, donde fijó su morada en tomo a 1205-06, Francisco no se diferenciaba en su atuendo externo de muchos otros ermitaños del Subasio. El eremitismo pudo pa– recerle menos adecuado, cuando comenzaron a asociársele otros penitentes; mas hasta que no oyó en aquella misma capilla la lectura y exégesis de la misión de los apóstoles, no intuyó otro género de vida más satisfactorio. Fue entonces cuando cambió el hábito de solitario por otro en forma de tau, sujeto a la cintura con una cue11da, y se lanzó a predicar paz y penitencia por los contornos. Aprobado oralmente por el papa su movi– miento espiritual - importante paso del que apenas queda otra referencia que la de las legendae - entran en escena las clarisas, « l'unico episodio che e possibile seguire con una certa precisione in questi anni ». También ellas no eran, en apariencia, sino una de tantas comunidades femeninas de penitentes como pululaban, a la sa7JÓn, en la Italia central. Y es, poco después, cuando cobra volumen y se hace notar la existencia y auge de los primeros franciscanos, dentro y fuera de la península. Su expansión ultramontana choca en los primeros momentos con la desconfianza de los episcopados locales, hipersensibles al peligro de herejía, que el papa se apresura a disipar con una serie de preciosos atestados en favor de 23 Franco Cardini, Francesco di Pietro di Bernardone, en Cat. I, 12-18.

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