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Debió de ser a fines del año 1212 cuando Francisco intentó por primera vez encami nar– se a Oriente, cuando la fraternidad contaba tres años de existencia. El viaje fracasó. Siguió otro intento, al año siguiente, por la vía de Occiden– te: Francisco trató de llevar el Evangelio a los moros de España. Nuevo fracaso: enfermó y hubo de regresar a Italia. Por fin, en 1219, el fundador log ró que la fraternidad, reunida en capítulo, programara en serio la evangelización de los infieles. Mientras un grupo de herma.nos se dirige al reino del Emir-el-Mumenin de Marruecos, Francisco se di– rige a Egipto. Puede afirmarse que ningún hecho de la vida del santo está tan abundantemente bien docu– mentada ni tan objetivamente atestiguada como la visita al sultán Malek-el-Kamel. Además de Celano, Jordán de Gíano y san Buenaventura, que tuvo como informador a fray Iluminado, compañero de viaje de Francisco en esa oca– sión, han dejado relatos particularizados dos testigos presenciales extraños a la Orden: el obispo Jacobo de Vitry y el cronista Ernoul (Go– lubovich, Biblioteca bio-bibliográfica, 1, 8-13). El hecho tuvo resonancia por lo inaudito, pe– ro más aún por el significado del mismo: el ejército cristiano acampado ante los muros de Damieta debió comprender el sentido de la au– dacia de aquel hombrecillo, pobre y sin letras, que, sin otras armas que su mansedumbre y la fe que brillaba en sus ojos, atraviesa con su compañero las líneas enemigas, se hace conducir al sultán y, al cabo de algunas semanas, se le ve regresar sano y salvo, haciéndose lenguas de la cortesía con que el sultán le recib ió y le escuchó. Dejando de lado lo que puede haber de le– gendario en el relato de san 8 uenavantura y más aún en las Florecillas, existen datos precio– sos en los dos mencionados testigos presencia– les para determinar el alcance misionero de la proeza. Digamos, ante todo, que Francisco, en este como en los demás via;es anteriores, y aun co– mo en todas sus iniciativas de paz, se mantiene fiel a su consigna de que los hermanos meno– res no deben prevalerse de cartas de recomen– dación de ninguna especie. No va entre los in– fieles en nombre de nadie, no lleva embajada alguna ni de Papa ni de rey, como era corrien– te entonces en tales ocasiones. El cardenal Pe– lag io, que acababa de llegar como legado del Papa con un ejército de refuerzo, lejos de apo– yarle en su intento, le encareció que tuviera cui– dado de no comprometer los intereses de la ARTICULOS Cristiandad (O. Englebert, Vida de san Francis– co de Asís, Santiago, Cef'epal, 1973, p. 274. No representa a nadie. Va él mismo, como hombre, como cristiano: "¡Soy cristiano, llevadme a vues– tro señor!", dijo a los soldados del sultán cuan– do le echaron mano (J. de Vitry, Historia orien– talis, 1.2, c. 32). Y se presenta ante el sultán corno ante un hombre que tiene otra fe, sin te– ner en cuenta que se trata del jefe del otro bloque enemigo, sin acomplejarse ante el fausto oriental de que lo halla rodeado. Y entabla el diálogo de hombre a hombre, persuadido de que el sultán, como cualquier otro hombre, busca con rectitud el camino de la salud. Y se gana la voluntad y el afecto del soberano. Es un éxi– to en que están acordes todas las fuentes. Y añade Jacobo de Vitry que al despedirle con todos los honores, dijo el sultán a Francisco: "Ruega a Dios que se digne manifestarme aque– lla ley y aquella fe que más le agrada a El" (Carta escrita en Damieta en la primavera de 1220; Hiat. orientali's, ibid.). El mismo testigo excepcional dice que Fran– cisco predicó durante muchos días la fe cristia– na a los sarracenos, pero sin fruto. ¿En qué consistió aquella predicación? No sabemos. Pe– ro seguramente no volvió al campamento cris– tiano con la impresión de un fracasado. Ni si– quiera en el objetivo principal que atribuyen Celano y Buenaventura a esos viajes: la meta del martirio. Como en tantos episodios de la vida de Fran– cisco, quizá deberemos apreciar en esa aven– tura más lo que tiene de valor de símbolo y de reclamo a la conciencia cristiana, que los resul– tados prácticos. Una cosa es cierta: el Poverelío no fue a polemizar, tal vez ni siquiera a conver– tir; fue a dar un testimonio cristiano, un testimo– nio de comprensión amistosa para con los que sostienen otras creencias. Más aún, observó con respeto lo que veía de bueno en los enemigos del nombre cristiano. Y parece que haya que atribuir, a esa actitud de aprender de los infie– les, lo que veía de positivo en el culto de Dios la campaña que en los años siguientes llevó a cabo para lograr que, a horas determinadas, to– do el pueblo cristiano fuera invitado, a son de campana o por otra señal, a tributar alabanzas a Dios (Carta a los custodios; 8; Carta a los gobernantes, 8). Era lo que había visto en la población musulmana, que se postraba en ado– ración a la voz del muecín cantada en lo alto de los alminares. 11. La vocación misionera según la Reg'.a Francisco estaba persuadido de que el deber de llevar el evangelio a todos los hombres di- 153
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