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misma el conocimiento humano. En el caso del lenguaje místico, la realidad divina es inmanente a la expresión, pero desborda a ésta englobándola en su transcendencia. La palabra, aquí, sufre la ten. sión interna de la finitud en la que se desborda la infinitud, que es su meta expresiva, hacia la que dirige a la mente por los múltiples caminos de la analogía y no únicamente del número. La teología mística sufre, así, la dificultad de decir adecuadamente con len– guaje humano la experiencia que disfruta de Dios. Y, por ello, sólo los que realizan auto-implicativamente dicha experiencia com– prenden en plenitud el sentido exacto de su discurso. Expresión y dato empírico se identifican en la unidad de su persona, haciendo posible tal comprensión. De este modo, nuestra consideración se sitúa en el ámbito donde se revelan las reglas de juego de la experiencia mística. Jesucristo dejó a todos los hombres un testamento lingüístico compuesto de una sola cláusula: « ¿Quién decís vosotros que soy Yo?». Ejecutar este testamento supone responder al mismo personalmente. Y esto no puede llevarse a cabo sino mediante la experiencia que cada hombre adquiere en el trato y familiaridad con Jesús. Por esta razón, el hablar cristiano y, por antonomasia, el místico, tiene como primera regla de juego -a manera de axioma- la auto-implicación en la experiencia de Dios que ha pronunciado su palabra definitiva encarnándola humanamente en Cristo. De esta regla de juego de– rivan otras dos. Una remite a la especulación teológica. Otra, al saber místico. Una relación personal con Cristo conduce al com– promiso del ideal evangélico, enunciado por San Pablo: «vivo yo, mas no yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). La vida de Cristo en cada cristiano es posible únicamente, si éste piensa y ama, como lo hizo El, desde su óptica de la visión mundana y desde su voluntad salvadora 84 • Esto lleva consigo la aceptación de la verdad de Dios, manifestada y revelada en Jesús, sobre la que descansa la posterior elaboración teológica. Por otro lado, el amor a Cristo es camino para la unión con Dios en su misterio trinitario. La vida del cris– tiano es la misma vida de Dios que transcurre en su alma, en donde mora. Cuando la familiaridad del trato vital entre Dios y el hombre alcanza grados extremos, el alma traspasa el misterio trinitario mismo -teología catafática pseudo-dionisíaca- para penetrar en el arcano de la divinidad en su purísimo ser. Se produce, entonces, 84 Como opuesto a esta unidad de vida existente entre Cristo y sus dis– dpulos, Francisco de Osuna hace :referencia, en el Tercer Abecedario, aJ. reli– gioso que tiene dos mentalidades y su corazón se mueve por deseos contra,. puestos en 194 y ss. 63

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