BCCCAP00000000000000000001601

194 La simplicidad se cualifica, pues, como una actividad del espíritu que excluye toda dualidad y todo conflicto interior, y lo vuelca en una búsqueda incesante de inte– rioridad e intimidad con el Dios vivo y verdadero, que "revela su intimidad a los sim– ples", tal como traduce Celano el pasaje de Proverbios 3, 32 (2C 191). Y los frutos de una tal simplicidad son la coherencia interior, la humildad, la ale– gría y la paz, y, en suma, el espíritu de infanciaevangélico. Y, en último análisis, acer– ca al hombre al propio misterio de Dios, el "simple" por esencia y excelencia. No es de extrañar, pues, que san Francisco viera esta virtud como el sello o el dis– tintivo de sus seguidores, hasta el punto de afirmar que por ella "resplandece la her– moosura de esta familia dichosa" (2C 19). Hemos perdido la simplicidad, es decir, la ingenuidad, el espíritu de infancia, o lo que es lo mismo, el suelo vital, el humus que alimenta las raíces de nuestro ser cristiano, y se podría decir, de una manera particular nuestro ser franciscano. Se ha dicho que nuestra verdadera patria es nuestra infancia, y Umberto Eco afir– ma que nuestra infancia es la Edad Media "a la que siempre hay que volver para rea– lizar la anamnesis" (Apostillas a "El nombre de la rosa", edit. LUMEN, p. 78), es de– cir nuestra memoria del pasado. Tal vez nunca sea tan actual como ahora la senten– cia evangélica: "Si no se hacen como niños no entrarán en el Reino de los cielos". Evidentemente, no se trata de renegar del mundo en que vivimos, cada vez más complejo, cada vez más distante de la inocencia original. Un mundo desconcertante, especialmente para una conciencia cristiana, para quienes todavía creen en el hom– bre hecho a imagen y semejanza de Dios; y que, lejos de renegar de la modernidad y la pos tmodernidad se esfuerzan por asumirlas sin claudicar de su fe en la racionali– dad, la solidaridad, el espíritu de comunión. Los centros de decisión del mundo, esos modernos Leviatán, esos poderes oscu– ros y misteriosos, tanto en el campo político como en el económico, determinan, con el fatalismo de lo inevitable, las formas de vida y de convivencia humana de cente– nares de millones de hombres, sometiéndolos a una nueva servidumbre, la peor de to– das, la que se acepta "libremente", negándoles no ya el derecho a desarrollarse, sino a sobrevivir y aun a alimentar utopías, negándoles la esperanza. El futuro de los paí– ses del Tercer Mundo está hipotecado mucho más allá del año 2000, y no sólo en el campo económico. No podemos cerrar los ojos frente a la complejidad del mundo en que vivimos, ni adoptar una actitud ingenua y precrítica ante él, pero tampoco podemos asimilarnos a él; y es posible que lo estemos haciendo de muchas maneras, inconscientemente. Afirmar que necesitamos volver a las raíces, recuperar la simplicidad y la inocen– cia originales, puede parecer una propuesta justamente ingenua y simplista, pero no lo es. A no ser que el espíritu de las Bienaventuranzas también lo sea. Puede ser, y así lo creemos, que esta sea la verdadera revolución que está por ha– cerse en nuestro tiempo, la que san Francisco hizo en el suyo, no menos complejo e irracional que el nuestro. Puede ser que la salvación sea para nosotros recuperar aquella sabiduría, her– mana de la simplicidad, que hizo de san Francisco un "novus pazzus", un nuevo loco, pero también un "nuevo hombre y un hombre de otro mundo" (lC 82). Ypuede ser también que, frente a la creciente complejidad y extrañeidad del mun– do en que vivimos, los franciscanos estemos llamados de una manera especial a re– cuperar la simplicidad perdida, es decir el espíritu de infancia y la sabiduría evangé– lica, aun a riesgo de ser tachados nosotros también como locos. Pero de ellos es el Reino de los cielos. Camilo E. Luquin, ofm cap.

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz