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pregunta. Cuando alguien interroga: ¿Dónde está tu hermano?, no se puede decir: "Sólo a Dios he de adorar". Aunque sea una verdad básica de nuestra fe, sería una respuesta in– moral. La Iglesia tiene que tener una respuesta para la situación latinoamericana. El planteamiento que hace Santiago es obvio: "Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen de sustento diario, y algu– no le dice: 'Vayan en paz, caliéntense y hár– tense' pero no le dan lo necesario para el cuer– po ¿de qué sirve?" (Sant 2, 15-16). Estamos ofreciendo palabras solamente. Pero el Evan– gelio, Jesucristo es "Palabra hecha carne" (Jn 1, 14). Es verdad que "no sólo de pan vive el hombre" (Le 4, 4), pero también es evangelio la orden del Maestro: "Denles ustedes de co– mer" (Me 6, 37). Se requiere no sólo la pala– bra "pan" sino la realidad del pan para que haya vida, y también para que haya Eucaris– tía. Se requiere vino para la transustanciación, y Jesús lo proporcionó realizando su primer milagro en Caná de Galilea (Jn 2). Y el Señor nos enseñó a pedir: "Danos cada día nuestro pan" (Le 11, 3) con la promesa de la eficacia de esta oración: "Todo el que pide, recibe" (Le 11, 10). Por supuesto que el pan no va a caer de las nubes como el maná, sino que he– mos de trabajarlo y buscarlo, aportando nues– tra colaboración. La respuesta que dé la Iglesia ha de pro– porcionarse a la situación concreta que vive. A quien tiene qué comer, se le debe anunciar que "no sólo de pan se vive, sino de la pala– bra que sale de la boca de Dios" (Mt 4, 4); se le puede exigir que ayune (Mt 9, 15); se le tie– ne que reprochar que sólo busquen a Jesús "porque han comido de los panes y se han sa– ciado. Obren no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna" (Jn 6, 26-27). En cambio, sería injurioso a Dios y a los pobres que necesitan pan con perentoriedad decirles que el cielo es más importante que la tierra, la eternidad más que el tiempo. Afirma– ríamos una verdad, pero una verdad inoportu– na e injusta. La doctrina católica de la creación defien– de la bondad (no la exclusividad) del materia– lismo: "Todo estaba muy bien" (Gn 1, 31). Y la verdad dogmática e histórica de Dios hecho hombre sólo encaja dentro de la valori– zación del tiempo y del espacio, del cuerpo y de la tierra. La Iglesia es una realidad peregrina que debe acompañar al pueblo en su caminar, sos– teniéndolo en sus fatigas y dando sentido y transcendencia a sus acciones. La Iglesia universal no debe concebirse como un bloque monolítico que se va exten– diendo y en algún modo desvirtuándose a me– dida que se aleja del centro hacia la periferia. Más bien hemos de partir de las iglesias loca– les que, conservando su identidad, caminan hacia la comunión y participación en un solo Espíritu. Las iglesias latinoamericanas apenas cuentan con 500 años, mientras que las de Europa ya llevan una existencia de 2.000 años. No tiene que extrañarnos la diferencia de mentalidad y cultura que puede haber en– tre una muchacha de 15 años (América) y una mujer de 60 años (Europa). Sería ana– crónico pedirle a una joven la experiencia de una superadulta. Ni hay por qué afirmar abso– lutamente que lo pasado fue mejor. En estas condiciones es normal que las iglesias latinoamericanas tengan unos plantea– mientos distintos de las iglesias europeas. Ibe– roamérica es un Continente empobrecido y hambriento. Europa es un Continente desa– rrollado. Las respuestas que las iglesias del viejo mundo pueden dar a su pueblo no son, sin más, respuestas al pueblo del nuevo mun– do. Europa ha entrado de lleno en una época de secularización; tiene cubiertas sus necesi– dades materiales (en principio) y hay que abrir– le horizontes de trascendencia. Hay que res– ponder a unos planteamientos racionales y descubrir la insuficiencia de lo material para llenar las ansias de infinito. Pero América Latina es un pueblo profun– damente cristiano. La fe penetra toda la acti– vidad de las inmensas mayorías que sufren po– breza. Sin eludir la permanente evangeliza– ción de la religiosidad popular, la urgencia va por la línea de la vida. Se lucha por vivir, por transformar unas estructuras que deshumani– zan y matan. Es lógico, y exigencia del Espíritu, que es– tas iglesias jóvenes se sientan llamadas a com– prometerse de lleno en la liberación integral de sus pueblos. No por politización naciona– lista, sino por opción de fe. Su juventud les da energía y vitalidad para esta tarea, lo que no podríamos esperar de una persona mayor. Y tiene derecho a pretender que se respete su compromiso, como Pablo ordenaba con res– pecto a Timoteo: "Que nadie menosprecie tu juventud" (1 Tim 4, 12). 285

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