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der los fariseos. Con motivo de que los discí– pulos arrancaban espigas el sábado para co– merlas, Jesús responde: "¿No han leído lo que hizo David cuando sintió hambre él y los que le acompañaban, cómo entró en la Casa de Dios y comieron los panes de la Presencia que no le era lícito comer a él ni a sus compa– ñeros, sino sólo a los sacerdotes? ¿Tampoco han leído en la Ley que en día de Sábado los Sacerdotes, en el Templo, quebrantan el sá– bado sin incurrir en culpa? Pues yo les digo que hay aquí algo mayor que el Templo. Si hubiesen comprendido lo que significa aque– llo de 'Misericordia quiero, que no sacrificio', no condenarían a los que no tienen culpa" (Mt 12, 3-7). Como mística, me aventuro a afirmar que quizás un gesto valioso de los franciscanos con relación a la Iglesia y al mundo podría ser la espiritualidad de la sinceridad. Se hace mucho mal a la jerarquía con la táctica de la adulación, de decir sólo lo que halaga, de escamotearle la realidad doliente que empapa nuestra circunstancia. Debemos proponernos, valientemente, jamás adular al Papa ni a los Obispos ni a las autoridades ci– viles. En una sociedad en la que predominan el engaño y el incienso a los de arriba, la since– ridad sería nuestra profecía. No es nada fácil, pero adulando no prestamos ningún servicio caritativo a la Iglesia ni al país. En cuanto Teología, llegó la hora de estu– diar y favorecer una Teología Ecuménica, tal como la impulsó el Vaticano II en el decreto Unitatis Redintegratio. Es una consecuencia lógica de cuanto hemos venido diciendo, y tratando de recuperar el sentido de la catoli– cidad. Lo católico es lo universal, y lo univer– sal no es uniformidad, sino la aceptación y el respeto de todo lo que humaniza. Toda per– sona es sagrada. "El hombre percibe y recono– ce por medio de su conciencia los dictámenes de la ley divina, conciencia que tiene obliga– ción de seguir fielmente en toda su actividad para llegar a Dios, que es su fin. Por tanto no se le puede forzar a obrar contra su concien– cia. Ni tampoco se le puede impedir que obre según ella, principalmente en materia religio– sa" (DH 3). Podemos decir que existen diversas reli– giones verdaderas, en cuanto que responden a la exigencia de una auténtica humanización dentro de la propia cultura. Para nosotros el Cristianismo es la verdadera religión, por– que Jesús es la Palabra definitiva de Dios: "Hay un solo Dios, y también un solo media- 26 dor entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también" (1 Tim 2, 5). Pero siendo realistas tenemos que reco– nocer que el Cristianismo no ha sido siempre fiel a Cristo. "En la Iglesia Católica se ha dado a veces un comportamiento menos conforme con el espíritu evangélico, e incluso contrario a él" (DH 12). No somos monopolizadores de la verdad. La evangelización es bi-direccional y se realiza a través de relaciones horizontales y fraternas. Necesitamos dejarnos evangelizar. La autosuficiencia y el creernos automática– mente en posesión de la verdad es la negación del discípulado evangélico. El mandato de Cristo no es hacer maestros, sino discípulos a todas las gentes (Mt 28, 19). E. El mundo de los institutos religiosos E.1 Viene a ser un duplicado, a escala redu- cida, del mundo eclesiástico. Dos son los peligros más graves que detecto en cada ·con- gregación religiosa, pero muy específicamente en los franciscanos: el sectarismo y el clerica– lismo. El sectarismo es la creencia de que el ca– risma sólo es posible en una actitud hermé– tica. Ciertamente que el carisma de cada con– gregación requiere, sí, un aire de familia, un ambiente adecuado, pero llevarlo al extremo de formar un ghetto, una mafia, es todo lo contrario al carisma fraterno. Sería contradic– torio llamar hermano al lobo y no querer con– siderar hermano al religioso dominico, al be– nedictino, al salesiano. Aceptarlo como her– mano no es claudicar del propio carisma, ni asumir un carisma extraño. Es aplicar el sen– tido ecuménico a nuestras relaciones intra– eclesiales. Hoy estamos asistiendo al fenóme– no de la intercongregacionalidad. No dudo de que es un signo de los tiempos. Sin que se desvirtúe ninguna espiritualidad, florece la Vida Religiosa en cuanto tal, y damos al mun– do el testimonio de nuestra unión. Nos cono– cemos, trabajamos en planes de pastoral con– junta, nos amamos. El vínculo aglutinante ya no es lo jurídico, sino lo evangélico, la misión que da cabida a la diversidad de estilos reli– giosos. Es ridículo que busquemos la unión de católicos, ortodoxos y reformados, y al mis– mo tiempo mantengamos recelo mutuo jesui– tas y dominicos, o, lo que sería más grave, observantes, conventuales y capuchinos. El otro peligro es el clericalismo, que ace– cha a la Iglesia en sí, y a los franciscanos en

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