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trictamente católico. Se ha considerado ido– látrico el culto de los indígenas a Dios, y se ha pretendido aniquilarlo. Tampoco los franciscanos hemos tenido muy en cuenta las orientaciones de Francisco de Asís acerca de los modos de comportarse entre los sarracenos y otros infieles: "Uno, que no promuevan disputas y controversias, sino que se sometan a toda criatura por Dios (1 Ped 2, 13) y confiesen que son cristianos. Otro, que cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios para que crean en Dios omnipotente, Padre, Hijo y Es– píritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador" (IR, cap. 16). Quizás no nos hemos puesto al lado de los últimos en el continente americano, o si lo hemos hecho, ha sido desde una situación de superioridad, de dominación y despotismo, con lo que los indígenas quedaban reducidos a menores de edad, a los que se les dirigía la Palabra, pero no se les daba la Palabra. No tenían voz, no eran sujetos de su propia his– toria, y esto con pretexto del mismo Evange– lio. Debe ser cuestionador para nosotros el gesto de un grupo indígena en Perú devolvien– do la Biblia al papa Juan Pablo 11, porque siendo ese libro proclama de liberación, se ha– bía utilizado como instrumento de manipula– ción de la libertad de los hijos de Dios. Se buscaba su conversión al Evangelio, pero este Evangelio llevaba infiltrada la cultura europea y occidental, con lo que se realizaba una des– identificación de la propia cultura. Los indígenas tienen derecho a ser ellos mismos, a ser fieles a sus antepasados, a su historia, a las semillas del Verbo que están germinando en sus tradiciones. Por cierto que cuando se comenzó a utilizar esta expresión de "semillas del Verbo", se intentaba legiti– mar las religiones primitivas, pero hoy hay muchos indígenas que no se conforman con esa concepción meramente germinal del Ver– bo, sino que reclaman una plenitud teologal para su espiritualidad. B.2 El desafío, para los cristianos y especial- mente para nosotros, los franciscanos, es– tá aquí. La praxis que se nos pide es no impo– nerles nuestra cultura occidental, sino acep– tar su cosmovisión cultural. Es un problema de inculturación, lo mismo que el Verbo se hizo judío en el pueblo y cultura judíos. No tenemos derecho a juzgar a otras cul– turas, otras religiones, desde nuestra propia cultura religiosa. Quien se cree con la función de juzgar a los otros, se siente propenso a con- denar, valorando sólo lo propio. El juicio a las culturas corresponde al Evangelio y a Dios Padre de todos. Como mística, hay que conceder una mi– sión relevante a la espiritualidad de la obe– diencia, no en una concepción jurídica de ser– vilismo (algunos sólo la comprenden con esta estrechez de miras) sino con la amplitud bí– blica de docilidad a la Buena Nueva (Rom 10, 16; 2 Tes 1, 8), de obediencia a Dios antes que a los hombres (Hech 4, 19; 5, 29), o como el texto que cita el mismo san Francisco, obe– diencia a toda creatura humana (1 Ped 2, 13). Los misioneros deben obediencia a la cultura indígena, esto es, deben renunciar al deseo de imponer sus propias voluntades y de llamarse bienhechores ( cf Le 22, 25); no presentarse como señores, sino como servidores y herma– nos. Como teología, es necesaria en este punto la Teología de la Encarnación, que se traduce con la asunción de las teologías indígenas, reconociéndoles autonomía y validez para dialogar con otras teologías. En estos pueblos, lo mismo que en el is– raelita, subyace una memoria secular de la propia historia de gracia o de pecado, de vida o de muerte. A través de su historia, cada uno de estos pueblos ha experimentado la presen– cia o la ausencia de Dios, la aceptación o re– pulsa divina de acuerdo con su proyecto hu– manista. Consecuencia de esta memoria his– tórica, los pueblos han organizado su culto li– túrgico según su idiosincrasia peculiar. Toda cultura es válida si es humanizadora; será cen– surable si deshumaniza. Sólo así las culturas indígenas dejarán de ser las cenicientas de nuestro mundo, y los indios ya no serán más piezas de una zoología a extinguir. C. El mundo de los pobres C.1 Esta es otra realidad hiriente en nuestra sociedad. El "hagamos al hombre" (Gén 1, 26) no ocupa el lugar predominante que le corresponde en la historia; la creación se ve frenada por la descreación. Los hombres deshumanizamos a nuestros semejantes, los deshermanamos reduciéndolos a condición in– frahumana. Son los dos pecados descritos sim– bólicamente en las primeras páginas de la Bi– blia: No aceptar ser hombre ("Adán") para ser dioses (Gén 3, 1-7); y no aceptar ser hermano negando la vida al otro (Caín y Abe!, Gén 4, 1-8). 23
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