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que nace la sabiduría, que es una visión obje– tiva y proporcional; y esta visión, a su vez, sur– ge espontáneamente al medir el hombre la al– tura del Altísimo con su propia pequeñez. No es necesario comparar, basta con contemplar; y se hace patente, como primera evidencia, su condición de criatura, contingente y preca– ria. Tiene, pues, el salmo una fuerte dimensión antropológica. El salmista sale a la intemperie en una no– che estrellada, y queda anonadado por la pro– fundidad, misterio, silencio y serena belleza del firmamento. Este es el punto de partida. Abrumado por el espectáculo, que, por vía de evocación, le recuerda a Dios, comienza a re– flexionar: semejante hermosura no es más que la huella digital de Dios, "obra de sus dedos"; y si así de ardiente es el esplendor de sus obras, icuál no será la hermosura de su Autor! Y, profundamente sensibilizado, el salmis– ta vuelve la mirada sobre sí mismo, y descubre la insignificancia del hombre. Pero, en lugar de sentirse avergonzado o triste a causa de su pequeñez, con simplicidad y tranquilidad, deja abierto un interrogante que ni siquiera es una pregunta o una duda. Es, más bien, una pas– mada exclamación, hecha de afirmación, inte– rrogación, admiración: "¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él?". Se diría, pues, que el salmista, en lugar de sentirse sonrojado por su pequeñez, se siente feliz de que Dios sea Dios, tan indiscutible, tan incomparable, tan único. Y esto sucede porque, en lugar de fijar la mirada sobre su propia insignificancia, queda clavado, casi ex– tasiado contemplando la munificencia del Otro. Se trataba, pues, de una pascua. Y, al aceptar que Dios es Dios, al quedar "vencido" por el peso de la Gloria, entra el salmista a participar de la eterna juventud de Dios, de su omnipotencia y plenitud. Hay aquí otra nota que destacar. En me– dio de tanto deslumbramiento, el salmista al– canza a saborear, por contraste, un vislumbre de la ternura de Dios, ternura, por cierto, ab– solutamente gratuita, porque el objeto de su predilección no es ese firmamento majestuo– so, sino el hombre en su pequeñez: "... para que te acuerdes de él". "Acordarse" tiene aquí un sentido muy concreto y muy humano. Si uno se acuerda de otro, significa que éste ya "vivía" en el corazón de aquél. A pesar de sentir una cierta extrañeza, pa– ra el salmista, el hombre es el predilecto de la creación. A partir de este momento, el objeto único de contemplación en el salmo es el hombre, constituido por Dios como rey de la creación. Mejor dicho, como virrey o lugarteniente. Después que el hombre salió a la luz de las manos de Dios, en un ambiente de gran solemnidad, fue colocado en una comarca her– mosa y feraz, para que la cuidara y cultivara. Viéndolo demasiado solitario, un buen día, el Señor Dios presentó ante el hombre una abi– garrada muchedumbre de mamíferos y aves, para que, como en una ceremonia de vasalla– je, tomara posesión de todos los seres vivien– tes. Y, efectivamente, poniéndoles un nombre a todos ellos, fue asumiendo y expresando su señorío y soberanía sobre todos los animales de la tierra. A esta ceremonia hacen referen– cia los versículos 6-9 del salmo. Los versículos 6-7 son un brochazo de oro que resume y contiene cuanto la Biblia dice sobre el hombre: Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies. Desde los primeros días de la creación, co– mo si dijéramos, desde el principio, entra el hombre en el escenario como un señor, "coro– nado de gloria y dignidad" (v. 6). No es Dios, pero sí "poco menos que un Dios" (v. 6). Su dependencia respecto de Dios no es una con– dición de vasallaje, sino una relación de pa– dre a hijo. Dios colocó en sus manos una espada fla– mígera, de doble filo: la libertad, principio de vida o muerte, fuente de grandeza o de ruina. Porque era libre, el hombre fue capaz de alzar su frente ante Dios, y de intentar arrebatarle el "título" de Dios. Su mayor categoría, sin embargo, es su identidad personal, el hecho de ser él mismo, inalienable, único. Es lo que más le aproxima a Dios. Dice al respecto Meis– ter Eckhart: El ser hombre lo tengo en común con todos los hombres; el ver y oír, y comer y beber lo comparto con todos los animales. Pero lo que yo soy es exclusivamente mío, me pertenece a mí, y a nadie más, a ningún hombre, ni a ningún ángel, ni a Dios, a no ser en cuanto soy uno con El. 121

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