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apropiaciones y adherencias mediante las cua– les el hombre se unce a su argolla central y se enlaza a las criaturas. Sólo el asombro puede sacar al hombre de su aislamiento egocéntri– co, liberarlo de la autocomplacencia y la auto– suficiencia. Se necesita estar libre de sí mismo para poder admirar. Como siempre, la cuestión es una sola: la · pobreza. Pobre y libre: libre de sí mismo y de cualquier apropiación , no sólo para renunciar a poseer, sino también para liberar energías unitivas, dormidas y aletargadas ; y, así, dar curso libre al anhelo de comunión universal. Pobreza para cavar pozos interiores, para abrir espacios libres para una ancha acogida. Lapo– breza, pues, en lugar de estrangular las poten– cialidades afectivas y admirativas, las abre en una expansión de horizontes abiertos. Pero existe también un proceso inverso: el hombre de la sociedad industrial se desga– jó de la naturaleza y se colocó por encima de ella para explotarla al máximo mediante la téc– nica, monstruo que desbarata la comunión y favorece la dominación. Por este camino, la naturaleza viene a ser, no sólo instrumento de poder, sino presa para la avidez humana, de los que luchan por el poder. Y, así, la natu– raleza, en lugar de armonizar las relaciones humanas, las falsifica y prostituye. Y, por su espíritu de dominación y posesión, el hombre sojuzga a la naturaleza, y la explota de forma indiscriminada e inmisericorde. Pero ahora ha comenzado a comprender que la muerte de la naturaleza es también la muerte de la Hu– manidad. En una experiencia cósmica de los salmos, en cambio, se evapora el complejo de superio– ridad. El señor hombre desciende de su pedes– tal, y se hace presente en la creación, no como un dominador que entra en sus propios terri– torios, sino, como un amigo reverente y admi– rado que establece relaciones afectivas y frater– nas con todos los seres, en consideración a que esos seres llevan grabada en sus entrañas la efigie de Dios. Se trata, pues, de una expe– riencia de Dios, ampliada y profundizada. La adoración, por su carga de asombro y admiración, y también por el hecho de hacer al hombre olvidarse de sí mismo y volverse ha– cia los demás, es la suprema liberación huma– na. Podemos agregar mucho más: no existe en el mundo terapia psiquiátrica tan liberado– ra de obsesiones y angustias como la adora– ción. La razón es simple: las ansiedades, los te– mores, las preocupaciones, y, sobre todo, las obsesiones, son efecto y fruto de estar el hom– bre volcado sobre sí mismo, atado, y con fre– cuencia adherido morbosamente a la mentira de la imagen de sí mismo. Si el hombre corta todas esas ligaduras, y suelta al viento las aves enjauladas y las energías constreñidas, seduci– das éstas por el Altísimo, la vida se torna en una fiesta de libertad. Por eso, en los salmos 8 y 104 no aparece ninguna referencia a sí mismo ni a los enemi– gos del salmista. Absorbido el salmista por el fulgor de Dios y de la creación, olvidado de sí, desterradas las inquietudes y los miedos, sólo le queda espacio y tiempo para lanzarse, con la mirada maravillada, en un movimiento sin retorno, hacia Aquél que es el Unico. El adorador es un pobre, así como todo auténtico pobre es también un adorador. El salmista de la creación se deja llevar por el im– pulso de cantar a Dios en la creación porque está exento de toda intención posesiva de las criaturas. Renunció a toda apropiación, y sólo a partir de esa renuncia es posible la eleva– ción. Ingenuidad y ternura Estamos afirmando, en todo momento, que una experiencia cósmica de los salmos su– pone una purificación de la mirada interior, en una especie de círculo vicioso sano: al de– sasirse de sí mismo y saltar al Otro, el salmis– ta se libera de sí mismo; y este baño en el In– finito le hace, a su vez, medir su real estatu– ra; y, en una visión objetiva y proporcional, le obliga a reconocer su condición de criatura, dependiente y contingente, lo que, a su vez, le dispone a la adoración. Ahora bien, en el asombro, no deja de exis– tir una buena dosis de ingenuidad. Por eso, el asombro es un fenómeno humano específico de los niños. Cuando al hombre se le extravía esa ingenuidad entre los matorrales de la vi– da, podemos hablar de una pérdida irrepara– ble. Podríamos decir que el salmista conserva un alma despojada y transparente que le per– mite ver a Dios actuando prodigiosamente en la creación. Sólo con una maravillada ingenuidad, con una especie de encantamiento, se puede sor– prender a Dios "avanzar en las alas del viento sobre la carroza de las nubes", llevando como "ministro el fuego llameante". Sólo un niño puede ver a Dios "sacar los ríos de los manan– tiales", "regar los montes", "hacer brotar la hierba para el ganado", "echar la comida a su tiempo" a los animales salvajes, "repoblar la 119

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