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Ustedes no se dejen llamar maestros porque 11110 solo es el Maestro, Cristo. (Mt 23, 8). Aquí encontramos la paradoja de ser enviados a hacer discípulos (Mt 28, 19), sin constituirnos pm'-eso en maestros. Solamente renunciando a ser maestros, se puede enseñar a ser discípulo. A ser discípulo se enseña siendo discípulo, de ahí que el único Maestro sepa anonadarse (Fil 2, 7) y ponerse a los pies de los discípulos (Jn 13, 12-16). No está el discípulo por encima del Maestro. (Mt 10, 24). La afirmación de que todos somos discípulos y no maestros corrobora el que cada uno de noso– tros es sujeto y no objeto de formación. En el orden sobrenatural, si la gracia es imprescindible, no por eso el hombre se convierte en un ser pasivo, sino que tiene que aceptar libremente el llamado divino y responder de modo activo colaborando en su propia formación. Dios es para todos un ejemplo de cómo respeta la libertad de sus hijos, sin jamás presionar ni coaccionar, cosa que a veces intentamos los hombres erigiéndonos en maestros, sin tener derecho ni capacidad para enseñar a nadie. Estamos dentro de la vida, en la línea oel ser, no en la del tener, por consiguiente nadie puede educar a otro. La misma afirmación se deduce cuando Jesús nos habla en metáfora no de enseñanza, sino de generación: Hay que nace r de lo alto (Jn 3, 7). Nudie p11ede recibir 1iada si no se le ha dado del cielo (J n 3, 27). Por eso: Us tedes son todos her– manos. N i llamen a nadie "Padre" en la tierra, porq11e uno solo es su Padre, el del cielo (Mt 23 , 8-9). El paralelismo es perfecto: Un solo Padre y un solo Maestro; todos nosotros hijos, hermanos, discípulos. La formación (o la generación) sólo puede venir, en línea vertical, de Dios. Entre nosotros la tarea se limita a la colaboración de hermanos o condiscípulos. No cabe entre nosotros la distinción de niveles: unos arriba y otros abajo, unos maes– tros y otros discípulos; unos Padres y otros hijos; unos sabios y otros ignorantes; unos perfectos y otros imperfectos. Sería hora de que en la Iglesia fuéramos elimi– nando esos diversos niveles, comenzando al menos por la terminología. Porque si conservamos las 16 palabras, las ideas que evocan mantienen estilos de vida contrarios al evangelio. Y nunca daremos un paso para romper el círculo vicioso. ¿Cuál es el fut uro que Cristo nos propone en su pedagogía evangélica? El anuncio escatológico del Reino de Dios. No Dios como un ser absoluto, sino el Dios del Reino, un Dios para los hombres, un Dios Padre. Tampoco un Reino puramente humano, sino unos hombres hijos de Dios y her– manos entre sí. Un reinado en que se deja a Dios ser Dios, un solo Dios, el único Padre, cuya volun– tad es la norma de vida de los hombres. Esta voluntad divina es la hermandad real de todos los hombres, sin diferencia de clases, compartiendo cuanto se tiene, y eliminando toda barrera. Que nadie suplante a Dios arrogándose atribuciones divinas y tiranizando a los demás. Para expresar este futuro, Jesús utiliza la metá– fora del banquete o comida. La comida en la mentalidad semita no era solamente el acto de alimentarse, sino principalmente el gesto de com– partir, de comunión de vida, de fraternización. El capítulo 14 de Lucas destaca la idea convivial, acentuando el carácter de minoridad, de buscar los últimos puestos (vv. 7-11) y de compartir con los más pobres ( vv. 12-14). Entonces alguien exclama: ¡Dichoso el que pueda comer en el Reino de Dios! (Le 14, 15). Y Jesús aprovecha para explicar el futuro del Reino de Dios como un banquete en el que se hace participar a los más necesitados (Le 14, 16-24). Este es el Reino de Dios, un sentarse a la mesa de la vida para disfrutar de los dones del Padre, dándose preferencia a aquellos a quienes los otros hombres, no Dios, han marginado. En este sentido la imagen que ofrece el mundo es lamentable, y Jesús lo describe en la parábola del rico que banquetea todos los días, mientras el pobre Lázaro tiene que conformarse con las migajas (cfr. Le 16, 19-22). Dios no puede conformarse con esta injusticia social generalizada; tiene otros planes: Yo dispon– go un Reino para ustedes, como mi Padre lo dispu– so para mí, para que coman y beban a mi mesa en mi Reino (Le 22, 29-30). Vendrán de Oriente y Occidente, de Norte y Sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios. (Le 13 , 29). Y Jesús quiere hacer patente este simbolismo, aceptando las invitaciones a comer y haciéndose acreedor a críticas: Ahí tienen un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores (Le

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