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adquisición de una mentalidad social; preocupar– se por promover las clases marginadas, poner al servicio de los demás nuestros bienes, e incluso aplicar a las tierras que poseemos la reforma agra– ria" (cfr. Documento 12, N.o 13). Y a los mismos sacerdotes les recuerda con gran claridad: "El sacerdote, como Cristo, está puesto al servicio del pueblo. Esto pide de él, aceptar sin limitaciones las exigencias y las consecuencias del servicio a los hermanos y, en primer lugar, la de saber asumir las realidades y "el sentido del pue– blo" en sus situaciones y en sus mentalidades. Con espíritu de humildad y de pobreza, antes de ense– ñar debe aprender, haciéndose· todo a todos para llevarlos a Cristo" (Documento 13, N.o 13). PUEBLA, en cuanto al tema de la educación, prefiere hablar de educación evangelizadora que "asume y completa la noción de educación libera– dora" (P 1026). Las características de esta educación evangeli– zadora son las siguientes: a) Humanizar y personalizar al hombre para crear en él el lugar donde pueda revelarse y ser escuchada la Buena Nueva... b) integrarse al proceso social latinoamericano ... e) ejercer la función crítica propia de la verda– dera educación, procurando regenerar las pautas culturales que posibiliten la creación de una nue– va sociedad, verdaderamente participativa y fra– terna, es decir, educación para la justicia. d) convertir al educando en sujeto, no sólo de su propio desarrollo sino también al servicio del desarrollo de la comunidad: educación para el servicio (P nn. 1027-1030). El acercamiento al pobre "ha puesto en una luz más clara su relación con la pobreza de los margi– nados, que ya no supone sólo el desprendimiento interior y la austeridad comunitaria, sino también el solidarizarse, compartir y - en algunos casos– convivir con el pobre" (P 734). "Así, viviendo po– bremente como el Señor y sabiendo que lo único Absoluto es Dios, comparten sus bienes; anuncian la gratuidad de Dios y de sus dones; inauguran, de esta manera, la nueva justicia y proclaman "de un modo especial" la elevación del Reino de Dios so– bre todo lo terreno y sus exigencias supremas (LG 22 44); con su testimonio son una denuncia evangé– lica de quienes sirven al dinero y al poder, reser– vándose egoístamente para sí los bienes que Dios otorga al hombre para beneficio de toda la comu– nidad" (P 747). La confesión sincera del Episcopado es edifi– cante y debe estimularnos a todos: "No todos en la Iglesia de América Latina nos hemos comprometido suficientemente con los póbres; no siempre nos preocupamos por ellos y somos solidarios con ellos. Su servicio exige, en efecto, una conversión y purificación constantes, en todos los cristianos, para el logro de·una identi– ficación cada día más plena con Cristo pobre y con los pobres" (P 1140). He aquí el gran desafío de América Latina. Nuestro mundo presenta el aspecto de un gran banquete para unos pocos (los ricos, los poderosos, los satisfechos), y una inmensa mayoría que no puede contentarse ni con las migajas. Hay que realizar el banquete del Reino de Dios, todos her– manos sentados a una misma mesa, y eso requiere la transformación de la sociedad actual, y supera– ción de esa mentalidad capitalista de que la vida (y la formación para la misma) es una competencia donde triunfa el que más puede, sin importarle los otros. Los franciscanos, dentro d\: nuestras propias estructuras, hemos de testimoniar esta fraternidad minorítica y liberadora, saber buscar el último puesto, y hacer que este testimonio fermente y transforme la sociedad en que vivimos inmersos. Las nuevas generaciones franciscanas han de vivir y formarse como agentes de cambio y no perpe– tuadores del sistema injusto actual. Ni Dios ni la historia nos perdonarán nunca si nuestros Centros de formación promueven genera– ciones de franciscanos conformistas, "domestica– dos", no sólo condescendientes con el club de los "epulones" sino incluso formando parte del mis– mo. Y no nos lo perdonarán porque éste es el "pecado contra el Espíritu" que no tiene remisión (cfr. Me 3, 29): haber recibido el Espíritu para anunciar la buena nueva a los. pobres (Le, 4, 18) y terminar nuestra existencia sin que el pobre haya entrado en nuestra vida ni nosotros en la suya. Rechazar al pobre es ignorar a Cristo Jesús (cfr. Mt . 25, 45), extinguir el Espíritu (cfr. 1 Tes~, 19). Automáticamente es dejar de ser cristiano, y por consiguiente dejar de ser franciscano. Hemos per– dido nuestro tiempo.
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