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Es bien sabido que la Iglesia actual en los cinco Continentes, y especialmente tal vez en el Americano, está muy interesada en jnculturar su mensaje de fe en el contexto y la idiosincracia de los pueblos autóctonos, y que, incluso, llama a incorporar a su propia Liturgia elementos válidos de la religiosidad y piedad inveteradas de cada lugar. 3. Los hermanos menores, penitentes laicos. "Bienaventuraao el siervo que permanece siempre bajo la vara de la corrección,. (Adm 23). La Edad Media, que vio nacer como uno de sus frutos más auténticos y preciados a la falange de los Hermanos Menores, traía ya ese gérmen en su seno desde antaño, como parte de una vasta herencia religiosa de base que llegaría a encauzarse en lo que se ha lla– mado el "Movimiento penitencial del siglo XIII", aunando pensamiento y vida. Oprimidas por las ínfulas de dominación de emperadores y señores feudales, y frente a una Iglesia aliada con los poderosos o enfrentada con ellos, y ajena al despertar religioso del pueblo, las masas orientaban en disyuntiva su búsqueda hacia la fuerza de la pobreza, la humildad y mansedumbre del hijo de Dios, Jesucristo. No fue, pues, Francisco qmen dio origen a este movimiento religioso y penitencial, sino que se identificó con él, que le venía precediendo. Los penitentes laicos pululaban por todas partes, peregrinando en procura del perdón de sus pecados, o agrupados en asocia– ciones y cofradías dirigidas por líderes religiosos que proclamaban con entusiasmo su des– cubrimiento del Evangelio y la religión verdadera, otrora sólo patrimonio de los domésticos de la casa de Dios. Como ejemplo de esta religiosidad popular, podríamos citar el "Moví miento Alleluia", pintorescamente descrito por Salimbene en sus Crónicas (Ver CRONIS– TAS FRANCISCANOS PRIMITIVOS. Edic. CEFEPAL, pág. 219 ss.). Estas tentativas contenían en sí una marcada acentuación de los aspectos más vitales y propios de la óptica religiosa del pueblo llano; y eran un fermento certeramente crítico del poder, así como una búsqueda directa del encuentro con Dios, y el seguimiento de Cristo y el descubrimiento de los valores comunitarios, como forma de apoyo recíproco para el bien. De lo que resultó un muy positivo influjo moral en la sociedad de la época, una naciente conciencia de justicia social, rectitud en la convivencia, caridad como soli– daridad para con el necesitado, y paz en un mundo violento, en el que los Hermanos de Penitencia profesaban no portar armas. La validez de esta auténtica religiosidad fue puesta a prueba al sobrevenir avasalladora la vertiente herética de los grupos de reforma, con líderes poco considerados y oficiosos con la Iglesia, que, en su lucha con el clero concubina y simoníaco fácilmente derivaron al convencimiento de que el ministerio proviene más bien de la virtud de una vida pobre y austera como la de Cristo que del solo sacramento del Orden. Así sucedió con los cátaros, los valdenses y otros, que encarnaron uno de los movimientos más significativos y activos de la época; perseguidos y excomulgados, tuvieron no obstante suficiente ascendiente como para polarizar en torno a su interpretación e incansable cometido las más hondas aspiraciones del evangelio popular. 122

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