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cho y hembra los creó" (Gn 1,27). No sólo es imagen de Dios lo masculino, sino también lo femenino. Si lo femenino es también imagen de Dios, parece normal que en Dios encontre– mos una base de femineidad que se pueda reflejar en lo creatural. El misterio trinitario puede proyectar alguna luz sobre lo femenino en Dios. De hecho a lo largo de la historia de la teo– logía no han faltado quienes han defendi– do el título de "madre" para Dios. Ha sido famosa aquella homilía del Papa Juan Pa– blo I cuando afirmó: "Dios es Padre, y aún más, Madre". Esta serie de testimo– nios los recoge Leonardo Boff en uno de sus libros (4). Es un buen trabajo sobre lo femenino de Dios, y a él me remito. Dios no se agota en la visión masculina; tras– ciende esa unilateralidad y abarca también toda la riqueza de lo femenino. Por su– puesto, no se debe caer en un craso antropomorfismo de atribuirle a Dios sexo masculino o femeni no. Dentro de las personas de la Santísima Trinidad, la masculinidad está fuertemente referida al Padre y al Hijo. Y aunque la función del Espíritu Santo aparece más en la linea de la maternidad, por contagio se llegó también a una masculinización de la tercera Persona (5). Sin embargo el actuar del Espíritu se manifiesta siempre como maternal. En el cristianismo siríaco se ha desarrollado con vigor e l carácter femenino del Espíritu San– to, y muchos exégetas han visto a la mujer del Apocalipsis como una figura del Espíri– tu Santo. El Espíritu se asocia a la Iglesia, pero su maternidad abarca a la humanidad entera (6). Así se explicaría que hombre y mujer sean imagen de Dios, descubriendo en la intimidad trinitaria la presencia de lo feme– nino y maternal, sin connotación sexual al– guna. Y serían imagen divina no desde lo sexual sino desde lo comunitario y amor fecundo (7). María, revelación de lo femenino de Dios Esta dimensión femenina de Dios encuen– tra en la existencia de María un cauce adecua– do de expresión. La Virgen tiene un aporte peculiar y específico en la tarea evangeli– zadora, que conviene destacar. Sabemos que las relaciones del hombre con Dios se expresan en la Biblia a través de dos metáforas fundamentales, la de la genera– ción y la de la docencia. En ambas metáforas el papel de María descubre una densidad fe– menina que hay que tener en cuenta. En la metáfora de la generación, sólo se reconoce a Dios como Padre; todos los demás somos hijos y hermanos (Cfr. Mt. 23,8-9). Pero esta fraternidad debe revestir la forma maternal, es decir, no limitarse a una relación jurídica, sino colorearse de ternura. La madre, para sustentar a su niño, se quita el alimento de la boca. Es la renuncia al propio bienestar, la actitud de servicio lo que entraña la función maternal. Y aquí radica el mensaje evangélico de María: no basta con ser hermanos en una relación legal, de carne y sangre. A veces los hermanos se odian por intereses egoístas. Lo maternal viene a poner afectividad y servicio en la relación fraterna. En la metáfora de la docencia aporta la modalidad del pedagogo. En la antigua Grecia el pedagogo era un esclavo encargado de lle– var los niños a la escuela. Posiblemente el esclavo no sabía leer ni escribir, pero su fun– ción era poner en contacto -con el maestro. Esta es la humildad radical del pedagogo, que no enseña pero permite que el maestro ense– ñe. En este aspecto es significativa la escena cuando Felipe se encuentra a Natanael y le habla de Jesús de Nazaret. Ante la duda de Natanael, Felipe se limita a decirle: "Ven y lo verás" (Jn. 1,46). Felipe actúa como pedagogo. Pues bien, ése es precisamente el papel maternal de María frente a los hombres. Ella no ejerce ningún magisterio: sencillamente lleva a Jesús. En la bodas de Caná encontra– mos las últimas palabras de María que la 103

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