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constituyendo hoy en día un verdadero pe– cado, y profundizar en el designio divino prescindiendo del colorido que le han dado los varones. Se impone una desestructuración de la dogmática tradicional, un proceso cuyo comienzo ya podemos constatar. ¿Tendrá el Espíritu algo que decir a las iglesias a través de la mujer? Textos iluminadores Las diferencias somáticas y psicológicas entre hombre y mujer no hay por qué cues– tionarlas. En teología tenemos que ir más allá de lo biológico, como decía Gebara, puesto que este nivel no importa para las perspecti– vas soteriológicas. "El Espíritu es lo que da vida; la carne no sirve para nada" (Jn 6,63). El planteamiento apropiado es el que nos hace Pablo: "Todos los bautizados en Cristo, se han revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos ustedes son uno en Cristo Jesús" (Gál. 3, 27-28). En un orden existencial sigue habiendo judíos y griegos, esclavos y libres, hom– bres y mujeres. Pero la perspectiva cristia– na debe superar esas barreras y no detener– se dentro de esos límites. Universalizar la realidad, considerar a todos como una sola persona en Cristo: el judío y el griego son principalmente hermanos; la hermandad debe el iminar la diferencia de siervos y señores; para el servicio del Reino no debe ser obs– táculo la feminidad. El bautismo ha realizado el milagro de la filiación y la hermandad. En la actitud creyente ya no hay hombre ni mujer, todos somos lo mismo en Cristo Jesús. Pretender introducir diferencias en vir– tud del sexo no corresponde al proyecto evangélico. Hay en este sentido un texto que también es iluminador: "Todos ustedes son hermanos. No llamen a nadie 'Padre' en la tierra, porque uno solo es su Padre: el del cielo" (Mt. 23,8-9). Sólo Dios es el principio y el autor de la vida. Lamentablemente es en este uso espiritual en el que hemos caído, multiplicando el epíteto de 'Padre'. 102 En cambio Jesucristo la calificación de "madre" no duda en extenderla a cualquier hombre o mujer que cumpla las condiciones evangélicas: "¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt. 12, 48-50). La contraposición es significativa. El tér– mino "Padre" espiritualmente sólo se identifi– ca con Dios. El término "madre" se puede identificar con cualquier hombre o mujer bajo debidas condiciones. Es un modo práctico de superar las diferencias entre hombre y mujer, haciéndolo coincidir con el de "hermano". ¿Qué sugiere esta distinción? El principio de vida es sólo Dios. El receptor de la vida puede calificarse de madre, independiente– mente del sexo. La criatura humana frente a Dios aparece realizando una función femeni– na, materna. Lo explica Cristo en la parábola del sembrador: "El sembrador siembra la Pa– labra... Los sembrados en tierra buena son aquellos que oyen la Palabra, la acogen y dan fruto, unos treinta, otros sesenta, otros ciento" (Me 4,14-20). La tierra recibe la semilla, la gesta en su seno y la da a luz. Así se describe la operación materna y femenina que le co– rresponde a todo hombre y mujer frente a la Palabra que Dios, el único Padre, deposita en su corazón. Según esto, lo femenino se iden– tificaría con lo creatural frente a Dios, que vendría a realizar la función masculina en la generación. Pero tenemos que matizar esta contraposición de masculino y femenino como equivalente de lo divino y lo creatural. Lo femenino en Dios Surge la duda de identificar lo masculino con Dios, porque cuando la creación, se nos dice que el Señor habló de esta manera: "Ha– gamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra" (Gn 1,26. Y añade a con– tinuación: "Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, ma-

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