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La vida es superior a la palabra, a los libros (II, 13), incluido éste. Le gustan más las imágenes sugerentes que obligan al que las mira a hablar él, a interpretarlas (III, 75-76). Prefiere decir la palabra con las manos (II, 140). Así es su elocuente alfarería silenciosa. Queda transi– do ante un pobre hombre que en silencio lim– pia los zapatos de los otros, en medio de la oscuridad de la noche (II, 149). Y si deseas saber el significado de la palabra "palabra", lee en III, 32*. Inteligencia Este pobre Viajero zarrapastroso tiene riqueza en la inteligencia, donde ladrón no ro– ba, como temían muchos viajerillos de su ca– mino, respecto de sus correspondientes alfor– jas. No ha querido dedicar demasiados años al estudio, pero tiene ejercitada esa gratuita inte– ligencia natural que es la intuición. Sólo unas referencias. Está al quite de posibles descubri– mientos prácticos. ¿El mapurite cura el cáncer? (1, 153, 161-162) ¿El Rh negativo de la sangre impide la malaria? (III, 127). Y de la práctica se eleva a fugaces excursiones teóricas, todas surgidas de las ocasiones más concretas que le depara el viaje. Un breve fogonazo nos presen– ta una visión subjetiva de la Relatividad de Einstein (III, 120). Insinúa el panvitalismo tan querido de los nuevos físicos ("gnósticos") de Princeton, cuando habla de la vida de las pie– dras (III, 76). Quiere una lógica no racional, como postulaba Ortega y Gasset (III, 74*-75). Nos acerca a la magia de los primitivos, como hizo por aquellas tierras Lévy-Strauss. Una piedra en el río contiene avisos ancestrales de crecidas y bajadas del río y de migraciones humanas para arriba o para abajo del río (III, 67, 68, 73). Son unos signos circulares, espira– les... abstractos. Y se le va la intuición a supo– ner que los primitivos tejían redes sistemáticas abstractas para cazar realidad con la mente, a la manera de la Teoría de Sistemas, de Berta– lanffy. Nos deja parados con sus sagaces observaciones de la correspondencia y repeti– ción de las mismas configuraciones en lo grande y monumental y en lo pequeño y des– preciable. Así lo dice hoy la teoría de Fractales de Mandelbrot (II, 73; III, 221). Le sale el mal genio, como a Galileo ante la Inquisición o co– mo a Miguel Angel ante su Moisés, para afir– mar que la belleza triunfa de los condicionan– tes que quieran ahogarla. Marx decía que le 262 agradaban las esculturas griegas a pesar de ser el resultado de una sociedad esclavista. Eso también dice Oteiza (II, 64-65). Y con Umber– to Eco hace consistir lo bello en lo nuevo (II, 50). ¿Será lo verdadero lo viejo? Aún más sutil es la afirmación de que todo conocimiento objetivo implica ineludiblemente una creativi– dad subjetiva, como exigiera la escuela de fí– sica llamada de Copenhague o el sociólogo marxista J. Habermas (II, 29-30). Y para acabar esta enumeración quiero resaltar un precioso texto que parece un eco de pensamiento de Teilhard de Chardin, en el "Fenómeno Humano" cuando el jesuita, des– pués de hablar de toda la historia natural, anuncia la aurora de la operación del hombre. Emociona la descripción de Oteiza de la natu– raleza, unos días antes de la aparición del hombre. Naturaleza sin palabras. El lo cuenta en el río Negro, entre Camanaos y Tupurucua– ra. Apostrofa al Destino: "que rompa el silen– cio ensordecedor de nuestra cabeza" (11, 42*). Epopeya No está escrita en hexámetros o en octavas reales esta crónica. Eso le falta para ser Cantar de Gesta o Epopeya nacional. En vez del mar como en la Odisea, la Eneida o la Atlántida, es el Río. Río como un mar, en múltiples ocasio– nes. La noche de fin de año regala al navegan– te un huracán de 130 Krns/hora descrito en el mejor estilo épico en seis largas páginas (111, l 90*-195). La calma vegetal de la gran región del Pantanal, donde parece que el barco va sobre la yerba porque las aguas están cubiertas de vegetación, es otra visión magnífica (111, 143-202). Las tozudas dificultades de la nave– gación con cuatro gabarras unidas a una mo– tora en trechos de poco fondo son temas del mejor libro de aventuras. Muestran la lucha titánica por llevar el comercio y el transporte un poco más allá (111, 49-57). Sin embargo, siempre el punto culminante de cada andadura es el de los rápidos, casca– das, chorros, cachoeiras (cazuelas) o raudales. Los había en el Orinoco de Venezuela -Atu– res-, en el Negro -San Gabriel (II, 29*-32)- y, sobre todo, los inacabables raudales, ¡recorri– dos aguas arriba!, del Madeira -San Antonio, Macao, Teotonio, Girau, Abuná, el Riberón, Palo Grande, etc. (11, 97*-168)-. "Heridas aguas, supurantes blancuras que se resbalan

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