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vestidos de rojo y deduce que ello ocurre por– que es el color complementario del verde so– breabundante de la selva (I, 141). Siente una fascinación especial por enterarse de todo nombre de lugar por donde pasa. Yo descubro que en mis mapas faltan muchos de los que él menciona. El descubre que en sus mapas hay nombres inventados, carreteras inventadas pa– ra llenar esos mapas (II, 16). Encantan sus observaciones tendentes a condenar todo aquello que obstaculiza sus ob– servaciones. No leáis demasiados periódicos. Son una pantalla entre ti y la presencia. Siem– pre salen media docena de personas "vip" de cada país y no te dejan vivir tu vida, constri– ñéndote a vivir la suya con todos los pelos y señales (III, 21). No a las fotografías que con– gelan el presente y ofenden la intimidad de la selva, del salvaje (III, 6). No a los zapatos que ahogan el pie y lo aíslan de la vida del suelo {II, 148). Naturaleza Todo el libro es un canto a la naturaleza que "aún" queda en América. Ese humus que se alimenta de los vegetales que, a su vez, se alimentan de ese humus (III, 51). Feliz trans– curre lentamente por los ríos enmarcados en una selva que parece reventar por sus márge– nes, atraviesa la reserva ecológica de Tayamá (III, 143) o el parque protegido del Pantanal (III, 146-151), en donde los animales viven a sus anchas sin miedo al hombre. Hace muchas referencias antropológicas sobre el in– dio autóctono (I, 129-130; 113-114; III, 79). Reta a los misioneros a aquilatar su labor "civilizadora" entre los indios. Ellos no necesi– tan lo más moderno (II, 43-44). Herramientas elementales, una bombilla de luz. Antes dis– frutaban de la luz, esencial para los pobres (1, 149-151). Economía elemental, de trueque, especie contra especie, sin dinero, como practi– can los navegantes con los ribereños, sean in– dios o no (II, 18). "Los racionales, como llaman los indios a los civilizados, llevan la desolación a la selva (1, 183). "Los racionales" no se adaptan, no se entregan a la selva. Sufren. Se sienten desam– parados. Vacían la selva, la espantan, crean ausencias en lugar de presencias (III, 156, 175). En la pequeña ciudad de Corumbá, lejana, su– mergida en la naturaleza, ya florece exuberan- 260 te la mala hierba de la burocracia (III, 162- 163). El cronista juega con la imagen despia– dada del loro de a bordo al que le han cortado las alas (II, 45). El civilizado tiene las alas cor– tadas y las corta a toda la selva. Hay lugares terribles donde la explotación ya pasó, lugares abandonados por los buscadores de oro, en gran desolación (II, 110). Otros lugares sopor– tan buenos negocios sembrados con sangre. Los primeros, los segundos roturadores per– dieron su vida en su empeño. Luego llegaron los últimos y por poco precio se apoderaron de la siembra de muerte (II, 153). iSe muere la Amazonia! La selva es ingenua, fresca, espon– tánea, fecunda. Se le puede pedir mucho, pero no arrancarle la raíz. No se puede andar piso– teando irresponsablemente por la selva, sino... los tristes paisajes del Madeira (II, 75*, 87). Oteiza monta en cólera como fustigador de los mercaderes del templo de la naturaleza. Define así al profanador ser humano: "bípedo y fonético, propietario, avaricioso y estaciona– rio" (III, 210). Los peores insultos que encuen– tra. Los indios y no "los racionales" son los humanos (I, 14). Es necesario que la selva sea mental, si no el hombre se embrutece (II, 118). También habla de las naciones. "Nación" y "Naturaleza" tienen el mismo origen etimo– lógico. Describe los choques entre los pueblos a vida o muerte (III, 127). Las aversiones, las apetencias fronterizas a vida o muerte (III, 175), y luego inexplicablemente, el olvido, la dejadez, el subdesarrollo de esas zonas fronte– rizas tan codiciadas. Oteiza ha visto en su viaje diversos Estados por sus partes más vergonzo– sas. Donde la Nación pierde su honesto nom– bre. Por el culo. Y, en cambio, resuelve el eter– no problema de la nación, de la - él dice– "patria ontológica", el lugar que nos vio nacer y crecer, con el que comulgamos en el albor de nuestra vida y, por extensión y a buenas, cuan– do ya no se cabe, el otro lugar a donde hay que ir a vivir para no morir (III, 219*). Hombre Pero el hombre, que puede destruir, tam– bién puede realzar la naturaleza (I, 24). An– tonio Oteiza añora a Geroncio que le iba can– tando los nombres de por donde pasaban. Se despide triste de Reinaldo, aventurero como él, que debe partir en otra dirección (II, 33). Des-

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