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El ha conjeturado desde el principio ese continuo fluvial, "esas venas de agua" (I, 13, 15*), esa realidad comunicativa sorprendente que la naturaleza ha tendido de norte a sur como una autopista interamericana de agua, o, más poéticamente, como si las estrellas de un camino de Santiago se hubieran convertido en lágrimas y ese gran Río Unico bolivariano (I, 33*) fuera el surco amarillo que encauzara el llanto de la felicidad (II, 75). Del Orinoco por el Casiquiare al Amazonas. Y de éste por doscientos metros escasos "de canal por cons– truir" al Plata. Es una auténtica epopeya, gran– diosa precisamente en su humildad de medios y expresión de la Nación Unica Latinoameri– cana con que soñara el Libertador Bolívar. La "Bolivaríada", de Antonio Oteiza, la llamaría yo. Y, "a lo divino", lo hizo casi todo, casi de la nada. Fue a recorrer el gran Sendero líquido sin más noticias previas que los cuchicheos y fantasías de los ocasionales del viaje mismo y los avisos de algunos malos mapas. Así se enorgullecerá del camino legenda– rio, por aberrante, del Orinoco que, maravilla de la naturaleza, reparte sus aguas entre el nor– te y el sur, metáfora bellísima del amor que une los pueblos (I, 170-171). Estará el viajero satisfecho de ir tan al sur desde el Orinoco como, que se sepa, nadie ha ido antes (II, 45). Se hará acompañar a trechos, mediante la evo– cación, por los grandes descubridores como Lope de Aguirre, el justiciero ya hace 422 años (II, 62) o el naturalista Humboldt hace 190. Se regocijará en una "especie de celebración con– memorativa a la integración americana, a sus ríos que así la sugieren" (III, 6). Pero donde más busca, donde más pade– ce, donde más investiga es en la unión del Amazonas por el Madeira, el Mamaré, el Gua– paré y el Palmita] con el Río de la Plata por el Agua Grande, el Jaurú, el Paraguay y el Para– _ná (III, 116-141*). Preocupado, profundamen– te inquieto, revuelve mapas como Colón o co– mo los buscadores del paso del noroeste. Mar– cha atrás y adelante. Se consume de escrúpu– los por no haber recorrido por el río la última cabecera del Jaurú. Pero llega y pone el pie en la insignificante colina que separa dos fuentes trascendentales y, después de él, ya legenda– rias, que son el puente de la reconciliación entre el norte y el sur. El, pontífice hacedor de puentes, está allí, oficiante y víctima, de una vez para siempre, uniendo dos mundos. ¿Quién más ha buscado con su esfuerzo y su inmenso 258 amor esta reconciliación desde el Caribe al Plata? En la India le llamarían "Mahatma" ("Gran Alma"). Es un fruto del Espíritu la magnanimidad. En pleno siglo XX., egoísta y atomizado, ese caminante de pies ligeros revi– ve con deslumbrante vigor el pensamiento de Bolívar, el Libertador (III, 213). Es feliz por hacer resonar de nuevo la campana secular de la integración y de la comunicación (III, 228- 229). Hasta se permite la vanidad de resaltar que su viaje acaba como empieza: se inició y finaliza en un petrolero y ambos iban por un canal oculto bajo el mar. ¡Capicúa! ¿Suerte? Viajero Me voy dando cuenta, a medida que avan– zo en mi lectura, de que por añadidura tengo en mis manos un gran libro de viajes y aventu– ras. Al estilo franciscano -el poder de los débi– les- como tantos otros poco conocidos le pre– cedieron en ese continente gigantesco. No sabe qué camino seguirá exactamente. Sólo tiene el Gran Proyecto. No sabe ni cómo es el camino ni cómo ni en cuánto tiempo lo recorrerá, ni con qué medios. Va rozándose continuamente con otro viajeros. Cada uno su trozo. El todo no lo sabe nadie. Ni él. Que las ideas, por gran– des o precisas que sean, nunca son la realidad (1, 15). Hay mucha gente, pero con trayectos cortos (II, 71). A más breve, menos conoci– miento, menos comunicación. Unos suben, otros bajan. El, solitario, seguirá hasta el final (II, 88), como una flecha disparada que no puede detenerse a medio camino. A eso le tien– tan en Asunción con reportajes y exposiciones. Pero no. El gran Arco del Puente no se aguan– ta hasta que se ponga la última piedra. Los grandes Viajeros buscan la emoción vívida de estrenar realidad. La primera vez de las cosas es irrepetible. Es un sentimiento úni– co (1, 22 y III, 177-178*). Nos aconseja queda– mente: "caminante, no pises fuerte" (III, 167) no fuera a morirse la yerba, como bajo los pies de Atila. El Viajero explica qué es ser viajero (II, 63-64*), nos avisa finamente que para andar bien hay que "estar en el desconoci– miento" (1, 23* y II, 84). Descubre que a las gentes lo pequeño les abre la confianza y lo grande les da miedo (Í, 46) y por ello trata, co– mo dijimos, de parecer más cercano de lo que uno pueda ser (1, 51). Les pregunta qué hay río arriba, y río arriba es lo desconocido y les

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