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empeñamos en subrayar unas cuantas caracte– rísticas comunes, éstas siempre tendrán mati– ces diversos, debidos a la variación en el tiem– po, en el espacio y en la cultura. No obstante este problema, las Constituciones y los Conse– jos Plenarios de la Orden dan la clave y la es– tructura fundamental de dicha identidad. Tan sólo falta el poner en práctica la letra de esos escritos. Sucede lo mismo que con el Evange– lio. Como documento escrito ya lo tenemos. Ahora claro, falta la segunda parte: encarnarlo en nuestras vidas. Nuestros días son testigos del gran desa– rrollo que han alcanzado las comunicaciones. Las distancias se han acortado y casi instantá– neamente podemos recibir las noticias que nos emiten desde las antípodas. Las modas tien– den a generalizarse. Por eso los movimientos regionalistas y nacionalistas han lanzado la voz de alarma para salvar su propia identidad. Una garrafa llena de buen vino mantiene su aroma en su envase, pero si la vertemos en el Amazonas y luego probamos el agua de ese río, no esperemos encontrar el gustoso sabor del anterior vino. La identidad requiere los rasgos y elementos que la constituyen. De otro modo, nos encontraremos con la desidentifica– ción degradadora que todo lo inutiliza. Vivimos una etapa en la que prima la di– mensión horizontal. Dentro de las órdenes re– ligiosas católicas experimentamos una clara confluencia en sus esfuerzos vitales para vivir el cristianismo. Nadie duda de que la centrali– dad que se le está dando al Evangelio es un logro. Es quizás una de las consecuencias de la horizontalidad reinante de la que antes hablá– bamos. No obstante, detectamos que lo especí– fico de cada Instituto religioso se está diluyen– do. Es muy parecida la forma de vida de un dominico, un agustino, un capuchino, un car– melita y un mercedario. Algunos aplaudirán tal "logro" en aras de una Iglesia en la que se viva más la espiritualidad general que la espi– ritualidad específica. Pero éstos olvidan que la espiritualidad específica es fuente enriquece– dora para la espiritualidad total. Si nos vamos centrando en la conclusión de estas proposiciones anteriores, la "horizon– talidad" nos está diluyendo. La pluralidad en cada uno de sus elementos aporta una identi– dad que da fuerza a la globalidad. A los insti– tutos religiosos de hoy nos falta el cultivo de la dimensión vertical con Dios. Confiamos más en lo que podemos construir a partir de nues- 228 tras colaboraciones intelectualistas humanas que desde nuestro carisma, don que el Señor nos da en favor de la comunidad. Asimismo los religiosos tendemos a no distinguimos de la gente que no lo son. Si nuestro significado profético está muerto, no tiene sentido nuestra existencia como religiosos. Sólo desde su espe– cífica identidad, cada instituto religioso tiene algo que decir al hombre de hoy. La solución es volver a las fuentes de nuestra identidad. Ello requiere la primacía de la dimensión ver– tical con Dios para redescubrir, en nuestras vidas, nuestro carisma específico. Este dará sentido a nuestra labor profética en favor de la Iglesia y, en definitiva, del Reino de Dios. CONCLUSION No podemos decir que el carisma capu– chino tiene su culmen en los primeros tiempos de la reforma y que luego acontece su degene– ración. Cierto que el carisma aparece en un momento que es un tiempo de lucidez espiri– tual. Pero esta identidad se ha de enfrentar con las circunstancias de la vida. Es aquí cuando aparece la confrontación entre el carisma y la institución, el ideal y la realidad con todo su mare mágnum de circunstancias. El Espíritu siempre renueva lo que ha sembrado. Por eso, dentro de la Iglesia cada cierto tiempo apare– cen movimientos de reforma que, mirando al pasado, viven el futuro como alternativa al presente adormilado. El revivir implica el des– pertar del sueño. Si este carisma se adecua a las nuevas circunstancias, puede gozar de tan– ta lozanía como tuvo al principio. Hoy las ramas franciscanas masculinas históricas tienen parecida forma de vida. Pero la tradición es lo que da carácter propio. Por– que la tradición es la raíz que da identidad. Esta identidad se pierde cuando se olvida la tradición en que se encama. Una de las causas de que surja este problema en nuestro tiempo es que no hemos dado suficiente importancia a nuestra historia, a nuestros santos. Como desde el seno de los conventuales nacieron los observantes, así desde el seno de los observantes nacieron los capuchinos. La fuerza está siempre en el volver a los orígenes del espíritu de Francisco. En el caso de los capuchinos, Mateo de Bascio, a partir de una luz íntima, es la "espoleta" que enciende el movimiento.

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