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La Chanson de Roland esconden un alma de niños que aflora entre yelmos y corazas en momentos de agudo patetismo. Entonces es– tos recios caballeros lloran, como leemos en el verso citado. Se simpatiza, en verdad con este lloriqueo infantil de estos caballeros de recio temple heroico. De recordar el momen– to aquél, ya comentado, en que el emperador Carlos halla muertos a sus mejores paladines. El poema comenta su honda querencia en estos dos versos: "Cien mil francos por ello tienen un gran dolor, por llorar duramente ni uno sólo quedó". OBJ Con sentimientos similares, tan hondos y tan humanos, pinta Celano a los caballeros que siguen a Francisco. Recogemos un mo– mento en que vibran estos sentimientos. El momento elegido es, sin embargo, de con– traste. No nos muestra a los caballeros de Francisco unidos en el dolor, sino en la alegría. Así los describe el autorizado biógra– fo del Santo, Tomás de Celano: "Cuando se hallaban juntos en algún lugar o cuando, como sucede, topaban unos con otros de camino, allí era de ver el amor espiritual que brotaba entre ellos y cómo difundían un afec– to verdadero, superior a todo otro amor. Amor que se manifestaba en castos abrazos, en tiernos afectos, en el ósculo santo, en la conversación agradable, en la risa modesta, en el rostro festivo, en el ojo sencillo, en la actitud humilde, en la lengua benigna, en la respuesta serena. Eran concordes en el ideal, diligentes en el servicio, infatigables en las obras".< 19 J Este es el retrato psíquico-moral de quie– nes en páginas inmediatas son llamados por el mismo Celano: "obedientísimos caballe– ros". Un indiscutible paralelismo viene a la mente entre estos caballeros franciscanos en seguimiento de Cristo y los caballeros de la hora heroica, quienes con sus armas y con su sangre defienden a la cristiandad. Ante este feliz contraste entre la caballe– ría terrena de glorias históricas y la caballería 108 espiritual de Francisco y los suyos place recordar un relato del más famoso caballero español, a quien sus contrarios, los sarracenos, apellidaron El Cid Campeador. Este relato, trocado en poesía, lo cuenta así la lírica excelsa del poeta de Nicaragua, Rubén Darío. Descansa de sus fatigas el bravo caballero y sale al campo a gozar del aire en una mañana apacible de primavera. Pasea meditabundo por una senda cuando le detiene un leproso, que le . pide una limosna. Frente a frente se hallan el héroe en cien victorias y la viviente carroña que infecta toda convivencia huma– na. El Cid pretende darle algo de su escarce– la. No halla nada. Pero le ofrece la desnuda limosna de su mano, extendiendo su diestra al pobre gato que llora y comprende. Monta luego el Cid en su caballo. Mas le sale al paso una niña, vestida de inocencia. Le habla así: "Por Dios y por tu Jimena te entrego esta rosa naciente y este laurel muy fresco". El Cid pone sobre su yelmo el regalo de la niña y en lo íntimo de su alma siente un dulzor de miel. < 20 J Ineludible se hace aquí evocar al caballero Francisco ante el leproso. Repitió, de modo más espiritualizado el gesto del Cid. En verdad, aquellos recios caballeros medie– vales llevaban bajo su atuendo guerrero un alma tierna de niños. Francisco de Asís, todo ternura, transparentaba desde su intimidad gozosa una recia alma de caballero. Muy de comentar es también, dentro de la peculiar mentalidad caballeresca la rela– ción del caballero con la mujer. En las cortes de amor es la "dama". Pero antes, en La Chanson de Roland, es la casta compañera del hombre, como en la mañana de la crea– ción, cuando Dios creó hombre y mujer para que, unidos en amor, fueran germen fecundo de vida. Las palabras que Oliveros dirige a su amigo Roland, cuando toma conciencia clara de que ambos van a morir por la crueldad del enemigo, transmiten esta afectividad tan hon– da y entrañable: "Ya no yaceréis con mi hermana querida Alda en íntimo abrazo".< 2 1 J Estas palabras tienen su réplica cuando la fidelísima Alda pregunta al emperador Carlos por su Roldán. Este, para consolarla por

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