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talla intelectual del portugués; hasta que un día, con ocasión de un encuentro entre fran– ciscanos y dominicos, en Forlí, hubo de improvisar un discurso espiritual por man– dato del superior, ya que era el único sacer– dote del grupo. Allí se reveló su profunda ciencia teológica. Todo cambió desde entonces en derre– dor suyo. Recibió del provincial la autori– zación de predicar, y lo hizo con sorpren– dente resultado . Además del tesoro de la ciencia, la gente descubrió la santidad del fogoso predicador. Eso ocun;:ía en 1224. El caso del hermano portugués llegó a oídos de san Francisco, el cual vio en él un modelo del hombre docto que acierta a liberar su ciencia renunciando a ella, en el sentido evangélico. El santo fundador, en efecto, acogía con gozo a los candidatos doctos; sentía vene– ración por los teólogos y por todos los que administran la divina Palabra, "ya que ad– ministran espíritu y vida" (Testamento 13) . Pero, al igual que el rico de bienes materiales debía renunciarlos para seguir a Cristo pobre, también el docto debía desapropiarse de su riqueza cultural no para anularla , sino al contrario, para liberarla. El teólogo que esto hiciera -de– cía- saldría luego a anunciar el Evangelio "como un león libre de las cadenas, dis– puesto a todo" (2 Cel 194). Recelaba, no obstante, que al religioso docto le resultara difícil ese desapropio tra– tándose de la ciencia sagrada; no faltaban teólogos que caían en una fea apropiación de "la divina letra", haciendo un capital del estudio de la misma. Para ellos dictó su hermosa Admonición 7. Ese temor mante– nía al fundador en cierta reserva sobre la introducción de los estudios organizados en la fraternidad. La autosuficiencia de los hombres de cultura podía poner en peligro la sencillez minorítica y la igualdad fraterna. Ahora vio que el Señor le deparaba al hombre que llenaba cabalmente esas condi– ciones. Y le escribió en estos términos: 204 "Al hermano Antonio, mi obispo, el hermano Francisco: salud. Me agrada que enseñes la sagrada teología a los hermanos; pero a condición de que, como dispone la regla, no apagues, en el estudio de la misma, el espíritu de devoción". Es la condición que Francisco había puesto en la regla definitiva, publicada un año antes, para el trabajo manual; ahora la extendía al trabajo intelectual que también, y aun más, puede vaciar de contenido tal alta ocupación. Tomás de Celano escribió a propósito de un sermón predicado por An– tonio a los hermanos reunidos en capítulo en Arlés: "El Señor le abrió la inteligencia para que comprendiera las Escrituras y ha– blara de Jesús en todo el mundo con pala– bras más dulces que la miel" (1 Cel 48). Antonio acertó, sin esfuerzo, a herma– nar ciencia y unción contemplativa, confor– me a la noción que más tarde dará san Buenaventura de la teología, que así se transforma en sapíentia. No sólo los hermanos menores, sus dis– cípulos, pudieron admirar la riqueza del saber teológico del maestro Antonio, sino la corte pontificia. Debió de ser en 1230, con ocasión de su presencia en la curia romana, cuando el santo pronunció ante el Papa y los cardenales el memorable sermón de que hablan las Florecillas (cap. 39). Consta la impresión que dejó en Gregario IX; así lo testificaría éste en la bula de canonización: "Nos mismo experimentamos personal– mente la santidad de su vida y su admi– rable ejemplo, ya que tuvimos ocasión de tenerlo con Nos y de observar su conducta laudable". El autor de la Legenda Assidua recoge en estos términos el efecto de esa predica– ción de Antonio en la corte romana: "El Altísimo le dio el don de despertar tal estima en los venerables príncipes de la Iglesia, que el sumo Pontífice y
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