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entró en el monasterio de San Vicente, de canónigos regulares de san Agustín . En toda Europa existían agrupaciones de clérigos que vivían en común bajo la regla de san Agustín; algunos de sus prioratos eran fa– mosos por el alto nivel científico alcanza– do, como el de San Víctor de París, cuyos maestros estaban en boga por entonces. Pasados unos dos años de intensa for– mación espiritual, el joven se trasladó al gran monasterio de Santa Cruz de Coimbra, el centro cultural de más prestigio en el reino de Portugal. Contemplación y estu– dio, en la más genuina línea agustiniana, fue e l binario que orientó su vida por espa– cio de unos nueve o diez años, siempre atento a modelar su espíritu al dictado de la ciencia sagrada. Escribe el primer anónimo biógrafo: "Cultivaba el ingenio con fuerte aplica– ción al estudio y ejercitaba su espíritu en la meditación; ni de día ni de noche interrumpía la lectio divina. Al leer los textos bíblicos, sin quitar importancia al sentido histórico, robustecía su fe con las interpretaciones alegóricas y, aplicando a sí mismo las palabras de la Escritura, acrecentaba los afectos con la práctica de la virtud.. . Todo cuanto leía lo confiaba a una memoria tan tenaz, que en poco tiempo demostró un insospechado conocimiento de la Bi– blia". 3 No fue sólo esa teología positiva la que atrajo la pasión científica de Fernando, sino también la erudición en materias que eran consideradas marginales, como la historia natural tal como entonces era concebida. De ésta hizo buen acopio en la bien surtida biblioteca monástica. Más tarde le serviría para comunicar interés a su predicación popular, ejemplificando y alegorizando sus conocimientos. Al recibir la ordenación sacerdotal con 25 años de edad, estaba plenamente forma– do el teólogo. Ante él se abría un porvenir de prestigio. Pero los planes de Dios eran diversos. Era el año 1220. En enero de aquel año habían padecido el martirio los cinco pri– meros misioneros franciscanos. Sus restos fueron recogidos y llevados a Coimbra por el infante Don Pedro y depositados en la iglesia canonical de Santa Cruz. El ejemplo de aquel heroísmo hizo tal impacto en el espíritu de Fernando que le hizo imprimir un viraje total a su vida: ofrendaría a Cristo su vida y, con ella, su bagaje científico, su porvenir terreno: el martirio era su único anhelo. Se presentó en el eremitorio de Olivais, donde moraban los primeros her– manos menores llegados a Portugal, y pidió ser recibido como hermano menor. "Ellos, si bien eran letrados -dice el primer biógra– fo-, enseñaban con las obras la sustancia de la Escritura divina". Vistió el nuevo hábito con el nombre de Antonio. El docto que supo liberar su ciencia Antonio había entrado decididamente por el camino del desapropio total; y Dios le pidió también la renuncia a su anhelo martirial. Habiendo partido para el Africa de cara a la inmolación, una larga enferme– dad lo obligó a reembarcarse para volver a su patria, pero fue arrojado por la tempes– tad a las costas de Sicilia. Allí se identificó como hermano menor ante un grupo de seguidores de Francisco y, con ellos, se puso en camino para Asís, donde por Pen– tecostés de ese año, 1221, debía celebrarse el capítulo de la fraternidad. Entre aquella masa de frailes de toda procedencia, e l hermano portugués pasó inadvertido. Al tér– mino del capítulo se fueron formando los grupos que, con el provincial respectivo a la cabeza, debían volver a sus respectivas "provincias". Nadie se preocupó del oscuro extranjero; ni él trató de atraer la atención sobre su persona. Viéndolo solo, el minis– tro provincial de la Romagna, por compa– sión, lo incorporó a su grupo. Fue acogido en el e remitorio de Monte Paolo. Nadie vislumbraba, a través de su manera sencilla y humilde de convivir, la 203
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