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EL OTRO ANTONIO DE PADUA Lázaro Iriarte, ofmcap. Los centenarios franciscanos se suceden uno tras otro. Ahora toca el turno a Antonio de Lisboa, comúnmente conocido como Antonio de Padua, por la ciudad donde se venera su sepulcro y donde es conocido simplemente como el Santo. Es, sin duda, el santo de la piedad popular, no sólo entre los católicos de todo el mundo, sino aun en las demás confesiones cristianas y entre los fieles de otras religiones. Hace un año, en Addis Abeba, pude observar un martes, en la misa vespertina, una iglesia totalmente llena de católicos, cristianos coptos y mu– sulmanes; a éstos se les avisó que la comu– nión eucarística estaba reservada a los cris– tianos. Pasando días después a Asmara, capital del nuevo estado de Eritea, el mis– mo espectáculo en un pequeño santuario. En Albania, nación balcánica con pobla– ción mahometana casi en su totalidad, ha– bía una ermita de montaña dedicada a san Antonio, que fue arrasada por el régimen comunista; ahora, al cabo de medio siglo, ha sido reconstruida por iniciativa francis– cana, y se ha convertido en centro de pere– grinación . No deja de causar sorpresa que el santo, apodado por Gregorio IX en la bula de canonización "martillo de los here– jes", esté obrando hoy como agente oculto de ecumenismo. SANTO POPULAR Y RETRATO HISTORICO La piedad popular tiende a colocar siem– pre al santo fuera del tiempo y del espacio, perennizado ; tal vez para tenerlo más pre– sente, más propicio, por estar menos ligado a la común condición humana. En la Edad Media fue esa tendencia devota la que ins– piró el modelo hagiográfico y el arte, de modo especial en el Oriente cristiano, crea– dor del icono. No interesaba la realidad histórica del santo, sino su imagen liberada y estereotipada, imperturbable, pero no abs– tracta, sólo al alcance de la fe y de la devoción. En el siglo XIII, por influjo del nuevo humanismo que arranca de san Francisco, se comienza a situar al santo en el marco de su realidad personal y ambiental, sujeto a las condiciones de todo mortal, pero que ha tenido el valor de ser diferente y, por lo mismo, susceptible de imitación. Así es como aparece el retrato. Francis– co de Asís es el primer santo que ha sido "retratado". Su primer biógrafo Tomás de Celano nos ha dejado la descripción fiel y pormenorizada, no sólo de su fisionomía moral y espiritual, si no del físico: estatura, rostro, frente, ojos, nariz, orejas, boca y dientes, pelo, voz, manos, pies, uñas, color de la piel... (1 Cel 85). Las pinturas más antiguas que de él se conservan correspon– den a esos datos, son verdadero retrato (la tabla de Greccio, probablemente realizada en vida del santo, y el conocido fresco de Cimabue). Se echa de ver un esfuerzo por reproducir la verdadera imagen del Poverello, aun a trueque de restarle belleza. Desde entonces en occidente el icono románico-bizantino deja paso a la efigie, más o menos idealizada. Pero de nuevo la piedad popular se apodera del santo protec– tor con la misma tendencia a colocarlo fuera de su realidad terrena, no para hacer de él una imagen lejana e imperturbable, sino al contrario: un amigo de Dios presen– te y hasta comprometido en la vida cotidia– na de sus devotos, compasivo, pronto a escuchar y socorrer. No interesa lo que el santo fue o hizo, sino lo que actualmente es y obra desde su sede de gloria, o mejor quizá, desde su imagen sacralizada. 199
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