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que han tenido) háceme ver cuán poco entien– den del camino por donde se alcanza la unión. Y piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedas dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devo– ción y te compadezcas de ella, y si tiene algún dolor, te duela a ti, y si fuera menester, lo ayu– nes porque ella lo coma, no tanto por ella co– mo porque saber que tu Señor quiere aque– llo"5. Pues bien, todo esto es lo que Jesús quie– re inculcar en las parábolas citadas. El herma– no mayor, que se ha propuesto una línea ver– tical de servicio al Padre, no acepta a su her– mano menor, y no quiere sentarse a la mesa con él. La realidad es que no se puede ser buen hijo si no se es buen hermano. Igual– mente los que se excusan para no asistir al banquete están en la misma disposición que el hermano mayor: tienen su campo, sus yun– tas de bueyes, su propio banquete. Están ins– talados en sus haciendas, .en su trabajo, pero no quieren salir al encuentro del otro. Posi– blemente no dejan de acudir al Templo. El rico epulón no permite que el pobre coma _en su mesa, pero tal vez reza antes y después de comer. El sacerdote y el levita no quieren en– contrarse con el malherido, precisamente por– que no quieren contaminarse para el culto di– vino. Y en el mismo Templo el fariseo se dis– tancia de los demás: "iOh Dios! Te doy gra– cias porque no soy como los demás hombres" (Le 18,11). En cambio el samaritano, un excomulga– do por su falta de relación vertical religiosa, es el que acepta al judío herido como herma– no menor, y es el modelo que Jesús propone a sus oyentes (Le 10,37). Hay que saber descubrir a este Dios "me– nor" en el hermano menor, si queremos llegar al Dios "mayor" y transcendente 6 • Este es el itinerario evangélico que un Francisco de Asís intuyó y sintetizó en el nom– bre que impuso a sus seguidores: hermanos menores. Desde su encuentro con el leproso, supo que había que hacerse menor entre los menores. No es una libre opción sino un re– quisito esencial para pertenecer al Reino. El Reino de Dios se acercará cuando nos haga– mos menores, o según la parábola, cuando el hermano menor, empobrecido, lo sentemos a la mesa y no haya más Lázaros que tengan que conformarse con migajas. 70 11 Hoy cobran actualidad las palabras de Pe– dro: "Aun suponiendo que tuvieran que sufrir por ser honrados, dichosos ustedes. No les ten– gan miedo ni se asusten; en lugar de eso, en su corazón reconozcan al Mesías como a Se– ñor, dispuestos siempre a dar razón de su es– peranza a todo el que les pida una explica– ción" (1 Pe 3,14-15). Desde hace algunos años tenemos que en– frentarnos a una nueva situación dolorosa en la historia de nuestros países latinoamerica– nos. No es simplemente la cárcel, la tortura o la muerte de nuestros hermanos; es su desa– parición, el desconocimiento o la ignorancia de su paradero. El encarcelado o el muerto tie– nen un nombre; de los desaparecidos se inten– ta incluso borrar su nombre, negarles la exis– tencia, aniquilarlos si fuera posible, es decir, volverlos a la nada. Es la última invención de– moníaca que se enfrenta a un Dios de vivos (Mt 22,32), a un Dios que nos conoce antes de nacer y que nos llama por nuestro propio nombre (cfr. Jer 1,5; Is 49,1-5; Le 1,13; Rm 9,11-13). He aquí la tarea que nos pide Dios a tra– vés de esta historia trágica: encontrar a nues– tros hermanos, recuperar su nombre, su dig– nidad de personas, no importa que hayan muerto; queremos proclamar ante el mundo que ellos viven y nos están interpelando a tra– vés de su muerte. No es incumbencia de unas pobres mujeres con el corazón destrozado, ni se trata de puro sentimentalismo. Ellos tienen derecho a su nombre. Como María Magdale– na que suplica que le devuelvan el cuerpo de su Señor (Jn 20,13-15). Es un deber funda– mental de todo cristiano, porque desde el prin– cipio de la humanidad Dios ha hecho una pre– gunta y espera una respuesta clara: "¿Dónde está tu hermano?" (Gn 4,9). No podemos con– formarmos con respuestas ambiguas como la de Caín: "No lo sé. ¿soy acaso el guarda de mi hermano?" (Gn 4,9). Inútilmente se preten– de silenciar el grito de los perseguidos y opri– midos: "Oigo la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo" (Gn 4,10). "He escucha– do el clamor del pueblo en Egipto en presen– cia de sus opresores, conozco sus sufrimien– tos" (Ex 3,7). "Se ha fijado en la humillación de su esclava" (Le 1,48). Encontrar a nuestros hermanos desapare– cidos es una exigencia ineludible de nuestra

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