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236 e inútil, lo gratuito y lo sobreentendido, los sueños y los mitos y toda la "arqueo– logía" humana. Y entre todas las cosas gratuitas e "inútiles" está, sin duda, hoy en un pri– mer plano la naturaleza o la creación de Dios, cuyos vestigios están cada vez más enturbiados y borrosos en las criaturas, que El creó para que lo pudiéramos ras– trear y "especular"; pero cada día estamos más siendo arrastrados por esa diabó– lica "espiral hacia atrás", cuando Dios ha dado a todas las cosas creadas "una mo– ción continua y hacia adelante", como dice bellamente Hopkins en uno de sus sermones. La relación hombre -naturaleza está hoy tan enturbiada que harán falta le– giones de artistas y poetas, profetas y "locos" de toda laya para restaurarla, devol– viendo a los hombres el sentido común y el espíritu de ponderación, la "sindére– sis" bonaventuriana. Hopkins se angustiaba hasta la desesperación cuando veía destruir las cria– turas de Dios. Anota en su diario lo siguiente, al observar que estaban talando un fresno en el jardín de su residencia: "Talaron el fresno que crecía en un rincón del jardín. Lo podaron primero: oí el ruido, y al asomarme y verlo mutilado, me sobrevino al instante una gran angustia, y me dieron ganas de morirme para no ver más cómo se destruyen las intrínsecas formas del mundo". Y expresa también ese sentimiento, ese desgarramiento en su propia carne en un poema: Alamas de Bisney, caídos en 1879, como si se tratara de criaturas racionales: "Mis temblorosos álamos queridos, cuyo airoso enrejado aprisionaba entre sus hojas el danzante sol, todos caídos, caídos, todos caídos... Los que vendrán después ni adivinar podrán siquiera la belleza que fue". No de otra manera san Francisco se preocupaba, y sin duda también se angustiaba por los árboles talados por sus hermanos, o por las hierbas silvestres arrancadas por el hermano jardinero, las aves enjauladas o el gazapillo cautivo ; todas eran para él criaturas "preciosas", y por eso las amaba con un "amor entra– ñable" (san Buenaventura) , fraterno y materno a la vez. Y: "¿Qué será del mundo, una vez despojado del agua y de la selva: Dejádnoslas así. Oh, mantenedlas siempre húmedas y bravías, vivan siempre los brezos y los yermos salvajes" (Inversnaid). Había en Hopkins una predisposición congénita para lo bello que se ma– nifestó desde su infancia (siendo todavía un niño era frecuente verlo encarama– do en un árbol y contemplando largamente el paisaje), y una inclinación precoz al cultivo de las artes, especialmente la pintura (se han conservado algunos dibu– jos suyos extrañamente sugestivos), la música (pensaba que la poesía participa de la condición de la música, y se extasiaba escuchando a H. Purcell, a quien dedicó un denso y enigmático poema) y la poesía. Su profundo conocimiento de las li– teraturas clásicas - fue un experto en latín y griego- influyó decisivamente no sólo en la utilización de los ritmos propios de aquélla, sino sobre todo en el equi– librio de las formas , visible en toda su poesía, no obstante su carácter innovador y su modernidad. A esto hay que agregar, como lo señala Manuel Linares Megías (Camino de perfección de G. M. Hopkins. Revista "Manresa", vol. 52, p. 326) su dependen– cia de los prerrafaelistas ingleses, con su gusto por la claridad y la pureza; su mis– ma figura , como se puede ver por el retrato que publicamos en estas páginas, te– nía un aire prerrafaeliano.

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