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guíen con autoridad, conocedor de que poseo algunos poemas, me sugiriera im– primirlos, no lo rehusaría. Me gustaría, aunque no demasiado. Pero esto no es pro– bable. Todo lo que deseo hacer es guardar mis versos en algún lugar -al presen– te ni siquiera tengo copias corregidas-, para que si a alguno le agradare, lo pue– da hacer después de mi muerte. Lo que también parece improbable o remoto". Es increíble que, además, juzgara a su propia poesía falta de inspiración. iQué lejos estaba de sospechar que se escribirían varias biografías sobre él y docenas de libros y diversos estudios sobre su poesía y sus demás escritos, e in– cluso libros enteros sobre uno solo de sus poemas y aun sobre algunas pocas pa– labras suyas! Ciertamente, sus últimos años estuvieron marcados por la desolación, y fue– ron como una especie de pre-agonía: "Inmerso en el fondo de la angustia / mis agonías - adiestrado en preagonías- , más salvajes me ahogan"; y su melancolía, su fatalismo y ese recurrente sentimiento de amargura y frustración que reflejan no pocos poemas suyos, y especialmente los "terribles sonetos", enturbiaron su espíritu hasta el punto de desear la muerte como una liberación; pero también, iqué explosiones de gozo, qué deslumbramiento e instress (impacto y tensión in– terior) revelan poemas como Multicolor belleza, Hurras por la cosecha, El halcón, La noche estrellada, Grandeza de Dios y otros, algunos de los cuales citaremos más adelante! Pero, a casi un siglo de su nacimiento, y gracias sobre todo a que Hopkins supo sobrellevar con resignación y dignidad la pesada cruz de sus frustraciones y su desolación o esa "bendita agonía y tensión de sí mismo en Dios" de que él habla refiriéndose a Cristo, su vida se nos aparece como extraordinariamente her– mosa y fecunda , y sus últimas palabras en el lecho de muerte: "iSoy tan feliz!" , que repitió una y otra vez, revelan hasta qué punto la gracia de Dios y los dones na– turales con que él lo adornó acabaron fructificando y venciendo a sus demonios interiores. "Lo que amó - dijo su hermano de religión, el P. Peter Levi, con ocasión de la colocación de una lápida en su memoria en 1975 en la abadía de West– minster- fue la vida, cualquier cosa en lo que hubiera vida: una estrella, un hal– cón, una campanilla azul, la andadura de un río, la viva savia y la lozanía de la estrella, del ser humano, del sol elevándose sobre un mar vacío. En todo esto él adoraba a Cristo. Fue como un amor corpóreo. Leyó el mundo como un libro pro– fético, en que su tarea era siempre descubrir a Cristo. No estuvo libre de los pre– juicios y de las limitaciones condenables de su propio tiempo. Todos estamos con– denados a nuestras limitaciones, pero hemos sido liberados por Cristo, aun en la prisión de nuestras vidas. Gerald M. Hopkins fue profundamente libre, a pesar de cualquier contrariedad, y esto es precisamente lo que lo hizo tan gran poeta. No fue la curiosidad de sus estudios, ni la majestuosa honestidad de las lecciones que aprendió de Ruskin, ni siquiera su asombrosa maestría técnica, o su autori– dad moral. Es algo como el amor. Es una interna comunión con la lozanía de esta tierra, con la impetuosa audacia de un animal. Cristo está en todo eso, y es el poder moral de Cristo el que lo hace libre". Hopkins pertenece a "esa pequeña, y de alguna manera desesperada mino– ría de hombres religiosos", cuya verdadera grandeza trasciende a su propio tiem– po hasta convertirse en arquetipos de una época. "En G. M. Hopkins Dios ha he– cho su obra, y sigue haciéndola... Su poesía es como la profecía que Dios, mise– ricordioso con el futuro, conservó viva en la íntima lozanía de una voz viviente para el tiempo en que íbamos a necesitar de ella". Su amor por la naturaleza y por la vida Y ahora la necesitamos. Estamos necesitando de urgencia hombres "deses– perados", contradictorios y un poco "tocados", capaces de apostar por lo simple 235

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