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232 lidades. "La forma intrínseca es el alma del arte", decía, y toda su poesía, y aun su prosa, no es sino un ejercicio contemplativo para encontrar la propia razón de ser de la criatura, y "especular" a Dios, como diría san Buenaventura, a través de ella. Y en esto, y en la extrema novedad de su lenguaje poético, radica la origi– nalidad de Hopkins, que se anticipa en mucho a su tiempo y se encuentra con las corrientes más renovadoras del arte y la poesía contemporáneas. No es nuestro propósito analizar aquí la poética de Hopkins, pero aludire– mos más adelante a algunos de sus elementos más peculiares en relación con el propósito de estas líneas: descubrir sus raíces franciscanas. Una vida apasionada Gerald Manley Hopkins nació en Stratford (Inglaterra), de padres anglica– nos, cultos y muy religiosos ambos, cuyos siete hijos, cuatro varones y tres muje– res, heredaron su gusto por la cultura y las artes, y varios de ellos también su fervor religioso; la mayor de las mujeres ingresó en un monasterio anglicano, y Gerald Manley se convirtió al catolicismo, ingresando en la Compañía de Jesús a los 24 años, con gran disgusto de sus padres. Desde muy niño se distinguió por su inclinación a la soledad y su afición por la música, la pintura y la poesía. Sensible y muy soñador, fue también un muchacho estudioso y despierto, además de lector incansable. Uno de sus profe– sores lo describe así: "Un jovencito pálido y muy fino y activo, con un aire medita– tivo e intelectual". A los 19 años ingresó como interno en uno de los célebres colegios univer– sitarios de Oxford, cuyo ambiente y entorno cultural y físico lo marcarían fuerte– mente, como que dedicó una serie de sonetos a esa ciudad, y años después otro al "Oxford de Duns Scoto", cuya "intuición sin rival" le ayudaría también a él a des– cubrir "de la realidad las más extrañas venas". Sus estudios universitarios, a los que se entregó con pasión, el contacto con maestros eminentes, las tertulias literarias y religiosas, sus paseos solitarios por la ciudad y sus alrededores, que alimentaban su espíritu contemplativo, y le llevaban a estudiar con la meticulosidad de un entomólogo, y a admirar las "concretas for– mas de la naturaleza" con verdadera "pasión" y aun "furia", según sus propias pa– labras, por captar su "intrínseca forma", ocuparon su vida de estudiante, y desper– taron en su espíritu impulsos latentes, y un deseo de perfección y coherencia in– terior, que se avenían bien con su temperamento puritano y exigente. Las tendencias de los maestros de Oxford, tradicionalistas o liberales, reli– giosos o racionalistas, polarizaban al estudiantado de Oxford. La finura de espíri– tu de Hopkins, su modestia, honestidad y buen sentido que le atribuyen algunos de sus condiscípulos, le impidieron embanderarse; pero, en cambio, pronto tomó partido por el "movimiento tractarista" de vuelta a la Iglesia católica, capitaneado por personalidades tan destacadas como Pusey y Newmann, cuya Apología escrita en 1864, influiría decisivamente en su conversión al catolicismo dos años después, luego de un período de vacilaciones, temores y resistencias, y mucha oración: "Ha– bla, susurra a mi acechante corazón una palabra", hasta que encontró lo que bus– caba: "Hallé la dominante de mi línea y estado: / el Amor, oh mi Dios, llamarte Amor y Amar". Newmann, y su sucesor en el Oratorio de Oxford, Henry Liddon, acompa– ñaron sus primeros pasos en el seno de la Iglesia católica, si bien su conversión, dado su temperamento solitario e introvertido, fue una decisión muy personal y casi súbita, o más bien, se encontró de pronto siendo católico, como él mismo di– ce. Se trataba de una exigencia de renunciamiento a la facilidad y comodidad, de

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