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RAICES FRANCISCANAS DE GERALD MANLEY HOPKINS Camilo E. Luquin, OFM Cap. Gerald M. Hopkins (1844-1889) fue un poeta casi desconocido en su tiempo fuera del ámbito de un grupo de amigos. Su poesía, publicada por uno de ellos, Robert Bridges, en 1918, tampoco tuvo mayor repercusión, a no ser en algunos círculos restringidos. Pero, a partir de 1930, el prestigio del poeta jesuita comen– zó a consolidarse en Inglaterra, convirtiéndose muy pronto en uh verdadero "boom". Se multiplicaron las ediciones de sus poemas, se publicaron sus sermones, car– tas y otros escritos, y, especialmente en los últimos decenios, aparecieron nume– rosos estudios sobre su obra, así como varias biografías, porque ya no se trataba solamente del extraordinario interés suscitado por su poesía, verdaderamente sin– gular e innovadora, sino por la rica, y en no pocos aspectos contradictoria, per– sonalidad de Hopkins. Muy pocos eran hasta tiempos recientes los conocedores y admiradores del poeta jesuita en el ámbito hispánico, entre los que nos contábamos desde hace no pocos años. Sin duda, el más conspicuo y devoto de ellos es el también jesuita español Manuel Linares Megías, que ha dedicado muchos años de su vida al estu– dio y difusión de su obra a través de diversos trabajos, y entre ellos de su Anto– logía bilingüe (Sevilla, 1978), precedida de un amplio esbozo biográfico y un pon– derado análisis de su estética y su espiritualidad, y que se propone publicar para el centenario de la muerte de Hopkins (1989) su vida y poesía completa. Leyendo y releyendo - es inevitable y muy gratificante hacerlo- a nuestro, por más de un motivo, incomparable poeta, se tiene la impresión de que se trata de un cantor solitario e impar, ajeno a toda tendencia o escuela, si bien se reco– nocen en él influencias de los antiguos bardos anglosajones y de los clásicos in– gleses, pero soberanamente original y actual; y, a nuestro parecer, uno de los poe– tas mayores de la cristiandad de todos los tiempos. Nacido el mismo año que Paul Verlain, y contemporáneo, por consiguiente, de la escuela simbolista, Hopkins, que negaba a toda poesía parnasiana su condi– ción de tal , porque, a pesar de la perfección y el esplendor formal de su propia poesía, nada hay más aj eno a ella que la búsqueda del arte por el arte, participa, sin embargo, de su misma preocupación por el lenguaje simbólico, su vibración in– terior, su sugestión y su "arqueología", poniéndolas al servicio de una casi deses– perada búsqueda de autenticidad y de verdad, a través de una implacable, y a ve– ces despiadada exploración de los más ocultos resortes del espíritu y de las ener– gías latentes en el universo de Dios. El resultado es, más allá de todo esplendor formal, una creación poética con una complicada estructura de significación, que trasciende el lenguaje y sus sentidos primarios, hasta hacerla muchas veces casi hermética, ofreciendo numerosas claves de lectura, y abriéndose en una perspecti– va de comunión cósmica, y de alguna manera también mística con el Uno y con todo. Esta búsqueda de interioridad de Hopkins está referida no sólo a los .pro– pios estados de alma, sino al paisaje exterior, las cosas creadas, cuya intimidad y "última soledad", para utilizar la expresión peculiar de Duns Scoto, de quien Hop– kins fue un admirador entusiasta, o su "intrínseca forma" (inscape) intenta pene– trar el poeta con un lenguaje tan expresivo que parecería agotar todas sus posibi- 231

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