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En un hermoso poema titulado Que la naturaleza es un fuego heraclitia– no, y del consuelo de la resurrección, condensó Hopkins su visión integradora de la realidad, que descansa no en una búsqueda de un equilibrio fácil o en una per– fección formal o clásica, sino en una concepción del mundo como un continuo proceso de cambio y transformación, y una búsqueda insaciable de afirmación y coherencia interior: "En millones de fuegos la hoguera del mundo sigue ardiendo". Pero, ¿qué sucederá "si se apaga su más bello esplendor, su más querida y espar– cida chispa / el hombre... ?". "Que la carne se apague y el despojo mortal sea pas– to de gusanos; / y que el salvaje fuego del mundo quede solo en cenizas; / en un fulgor, al son de la trompeta / seré enseguida lo que Cristo, ya que El fue lo que yo; / y este don-nadie, burla, trasto roto, remiendo, viruta, será inmortal diaman– te, / es diamante inmortal". Raíces franciscanas El temperamento intuitivo y afectivo de san Francisco se refleja en todos sus escritos, incluidos los legislativos, pero su expresión más acabada es el Cánti– co de las criaturas, que, en su aparente simplicidad, ofrece múltiples claves de lectura e interpretación, como lo ha demostrado E. Leclerc en su excelente libro El Cántico de las criaturas. Se trata de un enfoque simbólico y "expresionista" de la realidad, que cuen– ta con elementos de esa realidad, percibida espontáneamente como soporte para expresar los propios estados del alma de su autor, o la "intrínseca forma" de los distintos elementos enumerados, y calificados por él de tal manera que ningún otro hubiera podido hacerlo, porque son la expresión acabada de su propia inte– rioridad y su siquismo. San Buenaventura entendió como ningún otro en su tiempo esa capacidad "contuitiva" de san Francisco y esa visión recreadora de la realidad, y la temati– zó en algunos pasajes de Legenda maior y en otras obras con su teología simbó– lica y ejemplarista, cuya summa es el Itinerarium mentís in Deum, un verdadero "Cántico de las criaturas" en clave teológica, en el que el seráfico Doctor canta la hermosura, plenitud y múltiple operación de las cosas con una emoción y ca– lidez netamente franciscanas. No es, pues, de extrañar que un espíritu tan sensible a la belleza creada, tan dotado para el lenguaje simbólico y con un temperamento tan marcadamente intuitivo-afectivo como Hopkins se sintiera profundamente atraído por el pensa– miento teológico de los dos grandes maestros del pensamiento franciscano, san Buenaventura y Duns Scoto, este último, además, su coterráneo y un "hombre de Oxford" como él. El mismo Hopkins confiesa que cuando descubrió a Duns Scoto se enamo– ró de él a primera vista. Y "desde entonces cuando contemplo cualquier forma in– trínseca (inscape) del cielo o del mar, pienso en Scoto". Y dice en una carta a R. Bridges: "Duns Scoto me interesa mucho más que el mismo Aristóteles, y más pace tua que una docena de Hegels". La aguda intuición de Hopkins sobre la naturaleza propia, singular e ínti– ma de la criatura o su intrínseca forma encontró su confirmación en el concepto de la "species specialissima" y la doctrina de la "haecceitas", que es la forma indi– vidual o la perfección entitativa que está, por decirlo así, más allá de la "natura– leza común" y la libera de la indeterminación propia de la esencia específica. Dicho en un lenguaje menos filosófico, se trata de la profundidad de las cosas, su secreta densidad, esa íntima resonancia o vibración propia que cada criatura que desnuda su concreta y peculiar manera de ser y de existir; seguramente, san– ta Teresa lo dijo mucho mejor: "Creo que en cada cosita que Dios creó hay algo más de lo que se entiende, aunque sea una hormiguita". Sólo un verdadero con- 239

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