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448 JULIO MICÓ no consiste en el silencio de las armas, sino en el reconocimiento de la paternidad de Dios como fundamento de la fraternidad de los hom– bres. Si el rechazo de nuestros primeros padres a comprenderse desde Dios, trajo como consecuencia el odio fratricida, la restauración de la paz tendrá que pasar, necesariamente, por una reconciliación con el que es la fuente de nuestra armonía. Francisco y los suyos captaron el espíritu de las Bienaventuran– zas que aletea en el evangelio de Misión; por eso comprendieron que el anuncio itinerante del Evangelio requería una actitud humilde por parte de los anunciadores, ya que su contenido se resumía en la Buena Noticia de que Dios había bajado hasta nosotros para salvar– nos. Esto era un motivo de alegría que debía traducirse en la creación de unas relaciones humanas en las que fuera posible la realización de los hombres según la voluntad de Dios, es decir, la paz. La sociedad medieval era violenta, y Francisco nació y creció en ella. Su participación real en la guerra le marcó para hacerse, una vez convertido, mensajero de la paz. El saludo evangélico que dirige a la gente (1 R 14, 2; 2 R 3, 13; Test 23) es un deseo comprometedor de que la paz del Reino se haga realidad. Por eso, a su empeño en anunciarla le acompaña la voluntad de conseguirla. Los biógrafos nos describen esta labor ejercida por Francisco en un contexto social tenso, donde, además de ser pacificador, se reque– ría previamente haberse pacificado (TC 58). En forma alegórica habla Celano de la «expulsión», en Arezzo, de los demonios de la discordia (2 Cel 108). Igualmente, en Perusa, alerta a los caballeros sobre una sedición popular, recordándoles la discordia (2 Cel 37). Pero el hecho más llamativo fue la reconciliación entre el «podesta» de Asís y el obispo Guido, para quienes compuso la estrofa del Cántico referente al perdón (LP 84). Optar por la paz en un mundo violento supone aceptar el papel de «perdedor». Confiar en el diálogo como instrumento pacificador, siempre que se den las condiciones de justicia necesarias para una convivencia digna, es apostar por el hombre más allá de su peligrosa apariencia de lobo. El encuentro de Francisco con el sultán Melek-el– Kamel, dentro de un ambiente de cruzada, revela hasta qué punto puede brotar el don de la paz cuando salimos de nuestros esquemas y convencionalismos, para abordar directamente a la persona que todos llevan dentro. Esta misión de Francisco fue, humanamente, un fracaso; pero nadie podrá negar que el intento de construir la paz desde la impotencia de la minoridad evangélica, constituye una estela para

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