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Suárez. Pero muy en línea con éste elimina este estudio de la ontología y lo relega exclusivamente a la teología natural. La ontología, por lo mismo, debe preocuparse exclusivamente de la « veritas ontica secundaria». Es decir: de la relación del verum trascendentale con la mente humana 5 • Volveremos sobre este conato de desenganchar la metafísica de toda vinculación con la teología. Sobre lo que S. Rábade, con frase acuñada por Heidegger, llama « onto-teologismo ». Baste por ahora dejar constancia de cómo la gran doc– trina del verum transcendentale, resumida por Santo Tomás en el texto citado, hace crisis en Suárez y se prolonga esta crisis hasta nuestros días. Es sabido el influjo que ejerció Suárez en los grandes filósofos del racio– nalismo del siglo XVII. Especialmente hay que decir esto respecto de Leib– niz. Sin embargo, podemos constatar en este gran pensador un retorno a la doctrina clásica del verum transcendentale contra la inflexión que toma esta doctrina en Suárez. Este retorno de Leibniz a la doctrina clásica de la esco– lástica pudiera dar lugar a un malentedido. Y también a una desautorización de la misma doctrina. Sabido es lo poco afortunado que fue Leibniz en algunas de sus ense– ñanzas. Y ciertamente, no de las menos importantes. Su optimismo metafísico y su armonía prestablecida han sido objeto de frecuentes ironías y hasta de rechiflas. El siglo XVIII, frío y mordaz, rió con el Candido de Voltaire las reflexiones metéísicas leibnizianas, cargadas de buenas intenciones, pero no siempre convin;:entes. No es cosa, por lo mismo, de restaurar lo inevita– blemente caduco. Pero las deficiencias de la metafísica leibniziana no deben ser obstáculo a que percibamos los elementos vivos que hay en su doctrina. Y ya es pena que mientras los lógicos han entrado con mano avidosa a espigar en los campos leibniúanos, los metafísicos se hayan desentendido de este gran pensador. Por nuestra parte tenemos que confesar nuestra emoción al poder comprobar que uno de los centros de la metafísica de Leibniz se asienta, como en trono irradiador de luz, su doctrina de las verdades meta– físicas que empalma sustancialmente con la enseñanza de Santo Tomás. Una de las constantes del pensamiento leibniziano es la constatación de la armonía cósmica. Es esta inmediatamente accesible a todo espíritu sincero que sabe mirar al cielo estrellado. Leibniz, sabio eminente, la percibió sobre todo en las grandes leyes que formularon los eminentes astrónomos que le precedieron. Sobre todo Galileo y Kepler. A este último, por razones muy obvias, se refiere con más frecuencia. En un pasaje recuerda la ley de la órbita elíptica, descubierta por Kepler, y echa en cara a Descartes el que no se preocupara de dar razón de la misma 6 • El lo intenta, y es en este momento cuando se eleva desde la física astronómica a la más alta metafísica, 5 J. LoTz, Ontología. Barcinone, 1963, p. 118. 6 « Miratus autem sum, quod Cartesius legum caelestium a Keplero inventarum rationes reddere ne aggressus est quidem ». Cf. Leibnizens mathematiscbe Schiriften. Ed. C. I. GERHARDT. Berlín, t. VI, p. 148. 586
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