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mientras le daba la limosna, y en ello sigue la fuente informativa usada también por los Tres Compañeros. Pero se separa de ella al omitir el beso con que respondió el leproso, muy creíble por lo demás; y, obede– ciendo a uno de esos tópicos hagio– gráficos que tantas veces hacen des– cender el valor de sus relatos, añade por su cuenta: «Y montando al mo– mento, miró a uno y otro lado por la llanura, que se veía sin obstáculo alguno en toda su extensión, pero no vio ya a tal leproso». San Buenaven– tura no hace sino copiar a Celano, y completa la relación: «Lleno de admi– ración y de gozo, comenzó a cantar devotamente las alabanzas de Dios, resuelto a esforzarse en adelante por llegar a mayor altura» (LM I, 5). Es uno de los pasajes que Sabatier, muy justamente, alegaba para demostrar la anterioridad -o mayor fidelidad– del texto de la Leyenda de los Tres Compañeros respecto a la Vita II de Celano. Pocos días después busca él mis– mo la experiencia dirigiéndose al laza– reto, probablemente el de San Lázaro de Arce, situado a tres kilómetros de Asís. Va bien provisto de dinero. Reu– niendo a todos los leprosos, da a cada uno su limosna besándoles la mano. Celano añade: «la mano y la .boca»; pero suena a redundancia de propia cosecha, como también el comentario de san Buenaventura, fiel siempre a su peculiar esquema biográfico de ver en Francisco una perfecta copia de Cristo crucificado: «Lo hacía ya por Cristo crucuficado, quien, según el profeta, apareció despreciable como un leproso». Hay una sobriedad más fiel a la historia en la Leyenda de los Tres Compañeros, que, en los dos pa– sajes, presenta a Francisco besando la \86 mano en un gesto más bien de agra– decida gentileza y de respeto caballe– resco hacia el hermano desgraciado, que de propia mortificación (1 Cel 17; 2 Cel 9; L 3 Comp. 11; LM I, 6). Para Francisco el pobre no sería nunca esa especie de instrumento del ejercicio ascético personal, que suele hallarse en ciertas interpretaciones clasistas del espíritu evangélico. El Cristo se le ha revelado por fin en el pobre más pobre de la Edad Media. Desde ahora irá a encontrarse gustosamente con El en los hermanos cristianos. Y ¡cómo le agradaba a Francisco designar con esta denomina– ción popular a aquellas configuracio– nes vivas del Cristo paciente! Lo que a sus ojos los hacía más dignos ele lástima no era, sin embargo, su po– breza ni sus dolencias, sino aquel ale– jamiento del consorcio humano a que se veían condenados como seres vi– tandos. Comprendemos ahora mejor, en su contexto histórico, la afirmación ini– cial del Testamento: la transforma– ción operada en el alma de Francisco fue fruto de su donación a los lepro– sos; y fue el Señor quien «le llevó entre ellos» para convertirle. Así es cómo «lo que antes le parecía amargo le fue convertido en dulcedumbre de alma y cuerpo». Descubierto el Cristo en el pobre, ya se halla preparado para descubrirlo como «Hermano», y «tal Hermano, que entregó su vida por sus ovejas ... » (Carta a los Fieles), en la imagen del Crucifijo de San Damián, cuya visión se refiere segui– damente en todas las fuentes biográ– ficas (2 Cel 10; L 3 Comp. 13; LM II, 1). Celano le supone ya antes «entera– mente transformado en su corazón», mientras san Buenaventura atribuye al episodio la «perfecta conversión a
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