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de dinero lo hallaba ya absurdo; mientras subsiste, en efecto, la desi– gualdad derivada del nacimiento o de la fortuna, el amor al prójimo no sa– zona evangélicamente. Más que dar, es preciso darse, ponerse al nivel del hermano. Pero ¿quién es capaz de saber los límites a que puede llegar esa expe– riencia de igualarse al desgraciado? En este particular momento espiritual del joven mercader hay que situar la «ten– tación» referida por las fuentes en tér– minos ascéticos convencionales. Había 2. La experiencia suprema La leyenda de los Tres Compañeros se introduce con el siguiente relato en esta nueva etapa de la conversión: «Hallándose cierto día en ferviente oración ante el Señor, percibió estas palabras: Francisco, todo lo que amas– te carnalmente y todo lo que ambicio– naste es preciso que lo desprecies y aborrezcas, si deseas conocer mi volun– tad; y una vez que hallas comenzado a realizarlo, lo que antes te parecía suave y dulce se te hará ahora inso– portable y amargo, y en lo que hasta ahora hallabas repugnancia encontra– rás gran dulcedumbre y suavidad in– mensa» (L 3 Comp. 11;, cfr 2 Cel 9). Es posible que nos hallemos ante una mera construcción literaria a base de las palabras del santo en su Testa– mento. Lo que importa hacer notar es que el vencimiento máximo de lle– garse a los leprosos fue la experien– cia decisiva en el triunfo de la gracia, la que le hizo dar la vuelta, valga la expresión. He dicho vencimiento maxuno. Toda la naturaleza de Francisco, deli– cada, hecha al refinamiento, se revol– vía al espectáculo de las carnes putre– factas de un leproso. Celano, en la en Asís una mujer monstruosamente jorobada, que causaba repugnancia invencible a cuantos la veían. Y el diablo asediaba a Francisco con la aprensión de que, por el camino em– prendido, un día él también se vería en la situación de aquel ser humano que tanta compasión le inspiraba (2 Cel 9; L 3 Comp. 12). Eran los días de la trabajosa metamorfosis interior, que se estaba operando en él bajo la luz que su alma recibía intensamente en las prolijas contemplaciones de la cueva del «tesoro oculto» (1 Cel 6). Vita I, recogiendo una confesión per– sonal del santo -«ut dicebat»-, ob– serva que «era tal entonces su repug– nancia a la vista de los leprosos, que, al divisar desde dos millas de distancia una leprosería, se tapaba con las ma– nos las narices para no sentir el hedor» (1 Cel 17). «Y aunque su com– pasión por ellos le llevaba a socorrer– los con limosnas, lo hacía por inter– mediario, volviendo el rostro a otra parte y tapándose las narices» (L 3 Comp. 11). Cabalgaba un día por la llanura de Asís cuando le salió al camino un leproso. Era el momento de dar a Cristo la prueba decisiva de su disponi– bilidad para «conocer su voluntad». Haciéndose enorme violencia, apeose del caballo, puso la limosna en la mano del leproso y se la besó; el leproso, a su vez, apretó contra sus labios la mano del bienhechor. Mon– tando otra vez, Francisco prosiguió su camino con el alma llena de un sabor desconocido, llena de gozosa expansión (1 Cel 17; 2 Cel 9; L 3 Comp. 11). Celano, en la Vita I, dice sencilla– mente: «y lo besó»; en la Vita II pre– cisa que el beso fue en la mano, 185

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