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Tres Compañeros). San Buenaventura, por el contrario, da al lance un giro más ascético, y añade, con el Anónimo de Perusa, que Francisco, arrepentido al instante, corrió tras el pordiosero y le dio la limosna. Es, con todo, una caballerosidad que halla su centro de referencia en el fondo sólidamete religioso del joven mercader: Dios. Ese centro de refe– rencia irá recibiendo poco a poco los rasgos de un rostro familiar: el de Cristo. Francisco, ganoso de renombre, camina rumbo a Apulia entre los caballeros de Gualterio de Brienne. Un día topa con un caballero pobre, casi desnudo, y le regala su propia indu– mentaria flamante «por amor a Cristo». A la noche siguiente tiene el sueño del palacio lleno de arreos mili– tares, completado poco después con otro sueño en que la voz del Señor le disuade de proseguir en la expedición y le manda regresar a Asís (1 Cel 5; 2 Cel 5 s.; L 3 Comp. 5-6; LM I, 2 s.). No es fácil precisar hasta dónde el paralelo con el episodio similar de la vida de san Martín, tan insistente– mente recordado por Celano, obedece a un esquema previamente adoptado o responde a la realidad de los hechos; pero al menos aparece patente el nexo entre esta liberalidad v el comienzo de la conversión. ·· Vuelto a su patria, experimentó profundo hastío de las diversiones juveniles, mientras sentía acrecentarse en su corazón el interés por los pobres y el goce nuevo de sentarse a la mesa rodeado de ellos. Daba limosnas más frecuentes y generosas y, cuando no tenía dinero a mano, desprendíase del ceñidor o se despojaba de la ca– misa para remediar al necesitado; compraba utensilios sagrados y los 184 enviaba secretamente a sacerdotes pobres; y, en ausencia de su padre, hacía preparar a Pica, su madre, la mesa completa en beneficio de los pobres; a estos no se contentaba con socorrerlos, sino que «gustaba de ver– los y oírlos». El texto de los Tres Com– pañeros, que parece mantenerse aquí bastante fiel a los recuerdos perso– nales de Francisco, termina con esta observación: «Cambiado de esta ma– nera por la gracia, aunque todavía llevaba vida secular, hubiera deseado hallarse en alguna ciudad donde no fuese conocido para despojarse de los propios vestidos y cubrirse con los de algún pobre pidiéndoselos de pres– tado, y para experimentar lo que es pedir limosna por amor de Dios» (L 3 Comp. 10). La ocasión presentósele a la me– dida de sus deseos en una peregrina– ción que hizo a Roma. Después de vaciar, con liberalidad no exenta aun de cierta provocativa ostentación, su bolsillo repleto sobre el sepulcro de san Pedro, salió al atrio de la basí– lica y allí cambió sus vestidos con los andrajos de uno de los muchos mendi– gos que, en las gradas de la escalinata, imploraban la caridad de los peregri– nos; luego, colocado en medio de ellos, pedía limosna en francés (2 Cel 8; L 3 Comp. 10; LM I, 6). El francés, o más exactamente el provenzal, era la lengua que usaba Francisco cuando, en momentos de exaltación espiritual, afloraba su alma juglaresca. Tenía ahora la experiencia de la pobreza real, la del pobre, que es al mismo tiempo humillación, inferiori– dad, falta de promoción pública, y a veces degeneración física y moral. Se había sentido visto así por la gente bien. El gesto burgués de remediar la necesidad del pobre con un puñado
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