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No es san Francisco el único gran convertido que halló a Cristo a través del prójimo. De la hagiografía cristia– na podría sacarse un largo catálogo de grandes seguidores de Cristo en quienes la gracia siguió la misma vía. Pensemos en santa Isabel de Hungría, mezclada con los pordioseros y acos– tando a los leprosos hasta en su pro– pio lecho. En santa Margarita de Cor– tona, repartiendo limosnas a manos llenas y alternando con los pobres, cuando todavía estaba unida en con– cubinato con el Marqués de Monte– pulciano; no admite muestra alguna de agradecimiento, porque es ella la que se siente favorecida por los soco– rridos; y una vez convertida, tiene prisa por experimentar, junto con su hijito, el rigor de la miseria. En san Juan de Dios, dedicándose al servicio de los enfermos en el hospital de Ayamonte y después en Ceuta traba– jando duramente para ayudar a una familia probada por la enfermedad y reducida a la indigencia; el primer efecto de su aparatosa conversión en Granada es fingirse loco hasta hacerse recluir en el manicomio, con el fin de sentir en sí la suerte de los infelices privados de razón. En san Camilo de Lellis, pasando de enfermo a enfer– mero en el hospital de Santiago de Roma. En san Vicente de Paúl, salien– do vencedor de su crisis de fe cuando decide consagrar su vida al servicio del prójimo. En san Ignacio de Loyola, ya en pleno proceso de transforma– ción, cambiando sus vestidos con los de un pobre en Montserrat y alter– nando, en Manresa, sus jornadas de contemplación luminosa con el servi– cio en los hospitales; este «ejercicio» lo consideraría esencial en los prime– ros años de la Compañía y dejaría prescrito el «mes de hospitales» du– rante el noviciado, como complemento necesario del mes de ejercicios espiri– tuales; los novicios habrían de con– vivir plenamente con los enfermos mientras duraba esta prueba decisiva de una verdadera conversión. En el trance de renovación en que hoy nos hallamos empeñados no es– tará de más tener en cuenta esta verdad. Muchas crisis de fe se ilumi– narían, muchas existencias angustiadas hallarían el sentido de su misión, mu– chas conductas cambiarían, con sólo escoger el mismo camino. Y muchos institutos religiosos darían sin más con el secreto de la vuelta a su pro– pio carisma en la Iglesia. Hay unos versos anónimos ingleses que lo dicen muy exactamente: Busqué a mi alma, pero no la podía ver. 190 Busqué a mi Dios, pero mi Dios se me iba. Busqué a mi hermano ... , y encontré a los tres.

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