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tales de los leprosos para servir a éstos, con el fin de que allí se funda– mentaran en la santa humildad. Y así, cuando pretendían entrar en la orden, fuesen nobles o plebeyos, entre otras cosas se les comunicaba sobre todo que debían consagrarse al servicio de los leprosos y vivir con ellos en los lazaretos». Prescindamos una vez más de la perspectiva ascética que supone como finalidad ejercitar a los novicios en la «santa humildad». Sabemos ya cuál era el fruto que Francisco preten– día: la conversión mediante la con• vivencia fraterna con los leprosos. Son abundantes los textos que dan fe de la relación de las primeras fra– ternidades franciscanas con los lepro– sos. La de la Porciúncula se encargaba de atender la leprosería de Asís, dis– tante un cuarto de hora. Lo sabemos por el episodio de fray Giacomo el Simple, a quien Francisco había con– fiado el cuidado de los leprosos, como enfermero fijo, y en especial de uno que se hallaba en grado avanzado. Fray Giacomo, en su simplicidad, llegó a presentarse más de una vez con su comitiva de cuerpos ulcerosos en Santa María de los Angeles. Vuelto el santo de un viaje, reconvino al im– prudente enfermero: «No debieras traer así a los hermanos cristianos; no es decoroso ni para ti ni para ellos». Pero al darse cuenta de que estas palabras habían humillado al leproso grave, allí presente, se acusó de esta culpa ante Pedro Catani, mi– nistro general a la sazón, y se im– puso la reparación de comer con el hermano cristiano en la misma escu– dilla. El dato de ser entonces Pedro Catani ministro general demuestra que la hermandad con los leprosos no fue sólo en los comienzos; el suceso debió ocurrir a fines de 1220 o principios de 1221 (Esp Perf 58). · 188 Los primeros franciscanos estable– cidos en tierras germánicas comen– zaron asimismo morando en las lepro– serías (cfr Jordán: Chronica 33, 39; en An. Franc. I, 11 s.). Salimbene conoció todavía religiosos que servían a los en– fermos en los hospitales. Y san Buena– ventura, en uno de sus sermones sobre san Francisco, dice: «El y sus herma– nos socorrían y servían a los enfermos, mendigaban el alimento para ellos o lo procuraban trabajando con sus ma– nos; moraban en los hospitales y en las leproserías, y compartían su suerte con los indigentes que no podían pro– porcionarse el sustento, sirviéndoles y ayudándoles» (Op. omnia IX, 587). En otro lugar refiere una anécdota curiosa de Hugolino siendo ya papa: «Gregorio IX, lleno de sabiduría, por la familiaridad que tuvo con san Francisco, hízose imitador suyo, y quiso tener en su cámara un leproso, a quien servía en hábito de fraile menor. Un día dijo el leproso: ¿Qué, no tiene el sumo pontífice sino este pobre viejo para servirme? Ya tiene bastante consigo mismo» (Ibid., 577). Pero parece que no todos estaban para llevar con alegría semejante, heroísmo. Por un recuerdo de fray Conrado de Offida sabemos de una «tentación» de fray Rufino - ¡le pro• porcionaba tantas su timidez!-, quien no pidía hacerse a la idea de que los hermanos anduvieran reco– rriendo de aquella manera las leprose– rías, sin sosiego para la oración; ¿no era más seguro el género de vida de san Antonio y demás anacoretas? Y le asaltaban dudas sobre la sensatez del fundador (cfr An. Franc. III, 49 y 161). Por lo que hace a san Francisco, sabemos por Celano que, al final de su vida, gastado el cuerpo de fatigas,

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