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Es claro que se trata del ministro regional inmediato. En la Regla defi– nitiva la disciplina se hace más rígida: «Los hermanos no prediquen en el obispado de ningún obispo, cuando él se lo haya prohibido. Y ninguno de los hermanos, en manera alguna, se atreva a predicar al pueblo, si no hubiera sido examinado y aprobado por el mi– nistro general de esta fraternidad, y le hubiera sido concedido por el mismo el oficio de la predicación» (c. 9). Por una parte el texto refleja los conflictos que ya brotaban con las autoridades eclesiásticas por causa del ministerio de los hermanos. San Fran– cisco no se contentaba con evitar el encuentro con los obispos, sino que quería también respetar la autoridad de los rudos y no siempre ejemplares párrocos rurales: «Aun cuando yo tu– viese tanta sabiduría cuanta tuvo Sa– lomón, y hallase sacerdotes pobrecitos de este mundo en las parroquias en que moran, no quiero predicar contra la voluntad de ellos» (Testam.). En el mismo Testamento manifiesta su voluntad decidida de que los her– manos no obtengan de la Sede Roma– na cartas de protección «bajo pretexto de predicación». Consta por muchos testimonios que él prefería correr la aventura de los métodos minoríticos con los obispos y con los sacerdotes, ganando mediante la humildad al clero y al pueblo, antes que proveerse de diplomas de favor (cfr 2 Cel 146; Leg Ant 115). Por otro lado el texto de la Regla definitiva· nos pone ante un hecho quizá inevitable: la predicación no es ya aquella predicación penitencial, sencilla y espontánea, sino más bien la doctrinal, para la cual se requiere una patente, extendida por el ministro 34 general después de un examen serio. Hay por lo tanto hermanos predicado– res por oficio. No obstante Francisco quiere que la predicación de los Hermanos Meno– res siga caracterizándose por su índole penitencial, es decir, «enderezada a utilidad y edificación del pueblo, anun– ciándoles los vicios y las virtudes, la pena y la gloria, con brevedad de sermón» (2 R 9). En la primera Regla San Francisco inculca las disposiciones espirituales del predicador, que han desaparecido en la Regla bulada. Ha de ser hombre de profunda pobreza interior, que no se busca a sí mismo ni busca la pro– pia gloria o el éxito personal: «Ningún predicador se apropie el oficio de la predicación... Ruego, por lo tanto, en la caridad que es Dios, a todos mis hermanos que predican, que oran, que trabajan, así clérigos como laicos, que se esfuercen por humillarse en todo, y no se gloríen ni sientan vanidad inte– rior por las buenas palabras y obras, más aún, por ningún bien que Dios dice o hace alguna vez en ellos o por medio de ellos» (1 R 17). Y sigue la doctrina, tan personal, de San Francisco sobre las aspiracio– nes del espíritu de la carne -egoís– mo- y el espíritu del Señor. Celano atribuye al Santo esta máxima: «El predicador ha de extraer de la oración silenciosa lo que después difundirá en la predicación; ha de calentarse pri– mero interiormente, para no proferir palabras frías» (2 Cel 163). La conversión de las almas -ense– ñaba- es efecto más de la vida humil– de y de la oración oculta de los her– manitos sencillos, cuya santidad es conocida de Dios e ignorada de los hombres, que de la predicación de

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