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LA VIDA DEL EVANGELIO 25 Las expresiones de la humanidad de Cristo en el arte no se reducen a las miniaturas de los manuscritos, los frescos, las esculturas o las vidrieras. Muy pronto aparecen los «Misterios» con sus temas preferidos sobre la natividad, la pasión y la resurrección de Cristo. Esta dramatiza– ción litúrgica de la vida del Señor, que se representaba en las iglesias, estaba basada principalmente en los Evangelios, aunque la piedad popular ampliara las narraciones con múltiples detalles proporcionados por los apócrifos y la propia imaginación. La representación de la Navidad que hizo Frnncisco en Greccio responde a esta tradición de los dramas litúr– gicos o «Misterios». El Cristo que nos muestra el arte del siglo xn es un reflejo del cambio de perspectiva de la nueva espiritualidad. Se va redescubriendo su huma– nidad como elemento necesario para entender su misterio. Se necesitan los rasgos humanos para afirmar su divinidad; de ahí que los «crucifijos» tomen formas más humanas donde el dolor sea vehículo del amor reden– tor de Dios. Las peregrinaciones a Tierra Santa son otro elemento configurante de la nueva espiritualidad evangélica. Terminadas las invasiones bárbaras, el período que sigue favorece el peregrinar pacífico. La liberación del sepulcro de Jesús y el continuo fluir de peregrinos que se lanzan cada año camino de Jerusalén, harán que la religiosidad se vaya alimentando de ese evangelismo que aportan los Santos Lugares en donde Cristo vivió, sufrió y murió. El descubrimiento de modo tangible por los caminos de Galilea, Samaría y Judea de la humanidad de Dios contribuyó a crear un ambiente donde el Evangelio coloreaba un vasto movimiento espiritual. Los que iban a Jerusalén consideraban su peregrinadón como una «imita– ción de Cristo», decisión que expresaban con •el gesto de bautizarse en el río Jordán para después recorrer todos los lugares por donde caminó el Señor. Las cruzadas, además de favorecer este contacto directo de los pere– grinos con los lugares descritos en los Evangelios, fueron también una ocasión para conocer un arte religioso, el oriental, que acentuaba la expre– sión humana de la divinidad. Los saqueos de las iglesias tuvieron como consecuencia la apropiación de innumerables pinturas y reliquias, sobre todo de la pasión, que, una vez repartidas por todo el Occidente, contri– buyeron a humanizar todavía más las devociones de los fieles. La incipiente escolástica, encabezada por san Anselmo (t 1109), se hizo también eco de esta nueva espiritualidad al preguntarse «Por qué Dios se hizo hombre», pregunta que sirve de título a una de sus principales obras. Las razones que da san Anselmo para justificar la Encarnación son meras elucubraciones, pero indican la sensibilidad de la incipiente

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