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174 J. MICÓ que se lanzará por nuevos caminos como peregrino del Absoluto en busca de la fuente donde poder saciar su sed de Dios. La irrupción de lo divino debió de ser arrasadora para que un hombre medieval como Francisco, acostumbrado a percibir a Dios en toda la textura sociorreligiosa de su pueblo, se sintiera sorprendido. Al releer su camino espintual desde la tarde de su vida, nos dirá en el Testamento (1-3) que la presencia dinámica del Señor cambió por completo su modo de ver y acercarse a las cosas. Allí donde antes no encontraba más que un amargo sinsentido -los leprosos-, ahora descubría Jo gratificante que resulta VPr el mundo desde la perspectiva de Dios. 5. HABLAR DE Drns Al hablar de Dios, siempre lo hacemos de un modo aproximativo y simbólico, puesto que el lenguaje resulta inapropiado e insuficiente. Por eso, nunca podemos hablar de Él de manera digna (Cánt 2). Nuestros intentos son, en buena medida, una tarea inútil que roza la imposibili– dad, ya que se intenta nombrar, nada menos, que la Trascendencia Abso– lutd, el Misterio Inefable, el Absolutamente Otro y Distinto. Pero los creyentes necesitamos hablar de Dios, puesto que si la fe no se expresa también en palabras, termina por secarse y morir. Si no lo nombramos, se nos esfuma su presencia hasta llegar a olvidarlo. Por eso hay que tener la audacia de nombrarlo con nuestros labios, aun siendo conoce– dores de las dificultades que entraña el hablar de Dios de una manera s,~ria. Este contraste de imposibilidad y necesidad, que aletea en el cora– zón de todo creyente a la hora de nombrar lo divino, acompañ<.'> siempre a Francisco durante todo su camino. Parco en palabras cuando nos tiene que hablar de Él, es, sin embargo, de lo único que nos habla. El fuego de la pres·encia divina le empuja a comunicar su grandeza; pero, al ha– cerse palabra en su boca, no acierta sino a nombrarlo del modo menos irreverente. Francisco se sitúa en la gran tradición apofática de Oriente y de Occidcntt: al utilizar los atributos que comienzan por una negación, «in», y que reflejan el sentir del Concilio IV de Letrán: «Entre el Crea– dor y la criatura no se puede señalar semejanza sin que, entre ellos, se señale una mayor diferencia» (DS 806, año 1215). Por eso, decir de Dios que es inenarraMe, inefable, incomprensible, ininvestigable, inmutable, invisible, es confesar su Misterio y la incapa– cidad humana de traducir su experienca en conceptos. No obstante, hay que hacerlo, y una de las formas menos inadecuadas es hablar de Dios como Trascendente.

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