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190 J. MICÓ haciendo. Las gr.indes maravillas que ha obrado en nuestro favor son el exponente de su realidad familiar. La Creación, la Redención y la Sal– vación son acontecimientos que sobrepasan nuestras posibilidades y que, por tanto, sólo se pueden atribuir al Espíritu de Dios (1 R 23, 10). Este Espíritu que llena de vida la divinidad es, además, una Persona. Por Ella el Verbo se hace carne (OfP Ant 2); por Ella Cristo se hace presente en la Eucaristía y la Palabra (CtaCle 2); por Ella nuestra per– sona se hace pobre morada de la Trinidad (2CtaF 48). Sólo el Espíritu es capaz de hacer que participemos en la vida divina, obrando, en conse– cuencia, el bien que Dios es y de quien sólo procede (Adm 12, ls). Nues– tra tarea se limita a no entorpecer esta acción del Espíritu, ahogando el mal que brota de lo más profundo de nuestro ser (1 R 17., 14s), ya que, en definitiva, no somos capaces ni de ser agradecidos alabándole como se merece (1 R 23, 5). La inhabitación del Espíritu no se reduce a una mera presencia pa– siva. Francisco lo experimenta como el dador de vida (Adm 1, 7), que le capacita para ser consecuente con las exigencias del Evangelio. El Espí– ritu es el que hace comprender y ayuda a realizar lo que Jesús viene a decirnos de parte del Padre: que nos dejemos transformar en hombres nuevos, donde tengan cabida las actitudes de las bienaventuranzas, y olvi– demos el modo de comportarse del hombre viejo, que no conduce más que a la muerte (1 R 17, 9-16). El sentimiento que tiene Francisco a la hora de describir la ·acción del Espíritu es que su presencia tiene como finalidad el modelar la ima– gen personal de Cristo en nosotros. Así como la Virgen María es esposa del Espíritu Santo porque gracias ·a Él engendró en su seno a Cristo (OfP Ant 2), así también nosotros nos convertimos en esposos del mismo Espíritu cuando nos unirnos a Jesucristo reproduciendo su vida en la nuestra (2CtaF 51). El Espíritu Santo es, pues, para Francisco el que hace posible el derra– mamiento de la vida divina sobre nosotros, abriéndonos los ojos y el cora– zón para que sigamos a Jesús en el aprendizaje del vivir de Dios. En Jesús sabemos lo que es Dios para nosotros y lo que nosotros tenernos que ser para Él, y esto sólo puede hacerlo el Espíritu del Señor (Cta– Cle 42). * * * L;¿¡ imagen de Dios se completa con otros atributos menos utilizados, pero que indican la riqueza tan variada con que lo experimentaba Fran– cisco. De forma litánica, sobre todo en el capítulo 23 de la primera Regla

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