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FRANCISCO, TESTIGO DE DIOS 189 sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad, que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan! Mirad hermanos la humildad de Dios y derramad ante :e.1 vuestros corazones; humillaos también vosotros, para ser enaltecidos por :Él» (CtaO 27s). El Señor que está en la :Eucaristía es el Hijo de Dios hecho Siervo, que nos redime por la cruz y nos salvará desde su gloria a la derecha del Padre (2CtaF 11s). Entte las distintas imágenes que nos ofrece Francisco para expresar a Cristo como el sacramento del Padre hay que colocar también la Pala– bra, puesto que, lo mismo que la Eucaristía, es también ·para él un signo corporal del Hijo de Dios (CtaCle 3), que, a través de su Espíritu, nos ofrece la vida (Test 13). La consecuencia que saca Francisco de la contemplación kenótica de Cristo es su actitud profunda de ser pobre y menor, dispuesto a servir a los demás; pobreza y minoridad que tomarán cuerpo en el seguimiento itinerante y desarraigado de Cristo como pobre y siervo sufriente. 7. ÉL DIOS ESPÍRITU La imagen de Dios como Espíritu que tiene Francisco participa de la confusión que siempre ha tenido el pueblo, y que se manifiesta en su r•eligiosidad a la hora de describir la tercera Persona de ,la Trinidad. Aunque resulta aventurada la pretensión de averiguar lo que entendían aquellos cristianos medievales por Espíritu Santo, lo que sí está bastante claro es que Francisco no llegó a expresar con exactitud de términos teológicos, puesto que no era teólogo, la profunda experiencia que tenía del Espíritu de Dios. El término Espíritu tiene para él dos acepciones principales: la mis– ma vida trinitaria comunicada a los hombres, y la personificación de esta vida relacional en el Espíritu Santo. El Espíritu de Dios es l'a vida íntima y familiar de las tres Personas que está más allá de toda imaginación y sospeéha humana. Es la vida que sorprende y desconcierta cuando se hace presente, ya que ni se espera ni se presiente que pueda existir; es la irrupción de la plenitud desbordando todo deseo; es, en resumen, la vida de Dios ofrecida al hombre (Adro 1, 1-7). Si conocemos esa riqueza vital no es porque hayamos conseguido aso– marnos a la intimidad divina, sino todo lo contrario. Es esa misma inti– midad la que se nos ha desvelado en su acercamiento dinámico hasta nosotros (lCtaF 6). Sabemos lo que es Dios por lo que ha hecho y sigue

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