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EL MARCO ESPIRITUAL DE FRANCISCO DE ASÍS 77 los identificaba como pertenecientes a un grupo de cristianos empeñados en la vivencia del Evangelio. La pobreza y las prácticas de penitencia y misericordia constituían su espiritualidad que, con la aparición de las órdenes mendicantes, irán tomando un matiz más particular. d) La herejía El empuje de estos movimientos por hacer efectiva su radicalidad los enfrentó, la mayoría de las veces, con la jerarquía al exigirle una con– ducta de acuerdo con el Evangelio. Hablar de herejía en la Edad Media es un poco complicado por la confusión que había entre lo religioso y lo sociopolítico a la hora de defender las propias posiciones. Además, tam– poco se conoce mucho cuáles eran las verdaderas ideas de estos movi– mientos heréticos, puesto que sólo nos han llegado las descripciones que hacen de ellos sus adversarios, lo cual ya resulta sospechoso. De todos modos se pueden distinguir dos líneas en la herejía del siglo xn: la de los movimientos populares que llevaron su radicalidad evangélica hasta el extremo de exigirla a la jerarquía condicionando su poder doctrinal y sacramental, y la otra corriente, más doctrinal, en la que el dualismo servía de base para una concepción más simple y asimilable del mundo y de la Iglesia. Los Valdenses podrían ser los representantes de esa herejía moral o evangélica a la que llegaron la mayoría de los movimientos populares. Condenados por predicar públicamente sin el permiso de su obispo, se fueron distanciando hasta afirmar que el poder sacramental lo confiere la vivencia pobre del Evangelio y no el sacramento del orden. De ahí que cualquier laico empeñado en el seguimiento de Jesús pueda celebrar los sacramentos, cosa que se les negaba a los clérigos indignos. En realidad se trataba de acabar con el monopolio clerical de la sal– vación, favoreciendo una Iglesia más coherente entre la predicación y la vida, y con mayores cauces de participación para los laicos; es decir, un conflicto más disciplinario que doctrinal, cuya solución vino, en parte, al ser acogido de nuevo en la Iglesia por Inocencio III el grupo de Durando de Huesca. Con el nombre de Cátaros o Albigenses se conoce la herejía dualista que, venida de Oriente, consiguió hacer muchos adeptos, no tanto por su doctrina especulativa cuanto por la facilidad de poder vivir en ella la religiosidad popular. Consistía en la aceptación de dos grandes prin– cipios, el Bien y el Mal, de los que derivaba todo lo creado. El drama consistía en que lo espiritual se hallaba cautivo y encerrado en la ma– teria, de la que tenía que liberarse. Cristo, al encarnarse aparentemente, nos enseñó el camino a seguir para hacer efectiva tal liberación: el

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