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74 J. MICÓ para su perfección clistiana. Pero esto de la teología del trabajo era algo que no se podía sospechar y que sólo en nuestros días ha tenido aceptación. Otra de las exigencias del laicado era su derecho a acceder a la Pala– bra, al Evangelio, de forma directa. Esto chocaba frontalmente con la actividad monopolista del clero. Un ejemplo de ello es el escrito del curialista inglés Walter Map a finales del siglo xn: «Como la perla a los cerdos, ¿puede ser ofrecida la Palabra a las almas simples que, sabe– mos, son incapaces de recibir y, más todavía, de dar lo que han recibido? Esto no debe ocurrir y es necesario descartarlo por completo.» En realidad no se trataba tanto de abandonar la Palabra de Dios en manos de incompetentes, puesto que la mayoría del clero bajo lo era, como de dejarse arrebatar la exclusiva del saber religioso y de la pre– dicación que el clero mantenía como un botín. De ahí las numerosas trabas que pusieron a las traducciones de los Evangelios al vulgar que aparecieron en la segunda mitad del siglo XII. Sin embargo, los laicos desafiaron estas prohibiciones y comenzaron a tener acceso directo al Evangelio, reuniéndose en pequeños grupos y exhortándose mutuamente a una vida más comprometida. Incluso hubo casos, como los eremitas del siglo XI y el mismo Pedro Valdo, que se atribuyeron el ministerio de la predicación, puesto que el pueblo creía que la validez no la confería el permiso del obispo sino la vida conforme al Evangelio. El Decreto de Graciano sentenciaba en 1140: «Los laicos no se atrevan a enseñar delante de los clérigos, si no es a petición de estos últimos." Si los laicos, en general, tenían dificultades a la hora de vivir una espiritualidad adaptada a su estado, éstas se multiplicaban al referirse a las mujeres. Toda una tradición, comenzando por S. Pablo, había ido fraguando la imagen de la mujer como la principal responsable del pecado. Sólo se reconocía su dignidad a medida que se apartara del ideal femenino adoptando una actividad «varonil». La devoción a la Virgen suavizó un tanto este desprecio a la mujer, pero el prototipo femenino seguirá siendo el de la «mujer fuerte» del Libro de la Sabiduría. Esto no quiere decir que la mujer no tuviera acceso a determinadas formas de vida religiosa. Los conventos de monjas y las «beguinas» son una prueba de que, al menos para ambos grupos selectos de mujeres, había posibilidad de realizarse espiritualmente. El problema más bien estaba en las mujeres casadas, sobre todo si no disponían de medios para hacer caridad o ayudar a la Iglesia. A éstas, que eran la mayoría, el matrimonio suponía un impedimento, más que una ayuda, para su vida espiritual. La sexualidad conyugal se toleraba por la reproducción, pero,

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