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EL MARCO ESPIRITUAL DE FRANCISCO DE ASÍS 73 hacía desde el Evangelio. Esta crítica a una Iglesia rica y poderosa no era, por tanto, descabellada; autores como S. Bernardo apoyaron esta idea de que la Iglesia no podía ser fiel a su misión más que retornando a la pobreza evangélica, para no caer en la contradicción de predicar una cosa y vivir otra. Sin embargo, la Iglesia jerárquica no estaba preparada para asumir esta realidad. Más aún, se atrincheraba en el convencimiento de que para garantizar su respetabilidad y su defensa de los pobres tenía que rodearse de fasto y de riquezas; por ello no se le ocurrió otra cosa que reforzar su aparato de poder, tanto económico como social. Además, los Cistercienses y algunos Canónigos Regulares, que motivaron su reforma en la búsqueda d.:! una vida pobre y austera, cayeron también en las redes de la riqueza. Su modo de producción, trabajar directamente la tierra y vender los excedentes, se adaptaba perfectamente a la nueva situación económica, por lo que pronto se convirtieron en grandes potentados. Esta incoherencia entre ideal y realidad escandalizaba a los laicos y fue el principio de la decadencia del monacato, tanto tradicional como renovado. Al mismo tiempo que la alta jerarquía y los monjes se dejaban atra– par por la expansión económica, la Iglesia multiplicaba sus advertencias respecto a las nuevas formas de actividad económica, sobre todo al comercio del dinero. Sus repetidas condenas del préstamo con interés y del empeño hicieron del comerciante una figura éticamente reprobable e incapaz de alcanzar la salvación. Esto sembró la desorientación entre los laicos, al no saber con certeza cómo se debían comportar ante la nueva economía, puesto que la Iglesia, en la práctica, se estaba enrique– ciendo y amenazaba a los demás para que no lo hicieran. Este desprecio por el trabajo en general y por el comercio en parti– cular fue desapareciendo a medida que evolucionaba la teología y la socie– dad se iba transformando. La ideología de las tres funciones -sacer– dotes, guerreros y trabajadores- se acrecentó al multiplicarse la lista de las nuevas actividades. A finales del siglo XII, el recelo que existía ante estos oficios, sobre todo los relacionados con la economía, va cediendo en base a las justificaciones de la utilidad común y de la revalorización del trabajo. Así queda justificado el mercader que importa del extran– jero lo que no existe en el país. Más aún, el esfuerzo hecho justifica no solamente el ejercicio de una profesión, sino también la ganancia que reporta. En cierto modo el trabajo ya había sido revalorizado al asimilarlo como elemento de su espiritualidad algunas órdenes religiosas nuevas. Pero esto no era suficiente. Se trataba de reconocer a los laicos su dig– nidad laboral, asumiéndola como un medio, no como un impedimento,

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