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EL MARCO ESPIRITl'AL DE FRANCISCO DE ASÍS 71 quias y al influjo de la predicación de canónigos y eremitas que habían asumido la Reforma. Si anteriormente habían sido escasos y sin reper– cusión alguna los movimientos de reforma locales, ahora era la propia masa del pueblo la que tomaba conciencia de su protagonismo y aspiraba a una salvación que no tuviera al clero por intermediario. a) De la peregrinación a las cruzadas Los dos siglos que abarcan desde la mitad del siglo XI hasta mediados del XIII se caracterizaron en Occidente por una gran movilidad, y el fenómeno que mejor lo expresa a nivel religioso es el de las peregrina– ciones. La espiritualidad de la peregrinación no era nueva en la cristiandad. Los monjes irlandeses habían hecho de su obligada movilidad misional el fundamento de su vida monástica, hasta identificarlo con la peregrina– ción. El «timor Christi» se une al «amor peregrinationis», llegando a establecer una analogía real entre el monacato, el martirio, el exilio y la peregrinación. Su influencia sobre el pueblo y las posibilidades reales de movilidad hicieron que en el siglo XI floreciera de manera espectacular esta forma de experiencia cristiana. En esa época todo cristiano soñaba con visitar tres tumbas: La de Cristo en Jerusalén, la de S. Pedro en Roma y la de Santiago en Com– postela. El deseo de volver a los orígenes de la propia fe expresada en una espiritualidad «evangélica» y «apostólica», les lanzaba a los caminos en busca de estos lugares; un caminar alentado por la persuasión de que amanecía un nuevo mundo como anticipo de la Jerusalén eterna. El des– arraigo y las penalidades físicas sufridas como consecuencia de la pere– grinación, ofrecían al cristiano la ocasión de satisfacer por sus pecados y caminar en busca de la patria celeste. La aparición de los cruzados supone una degeneración del peregrinaje. El cruzado se sentía peregrino y lo era a los ojos de los contemporáneos, pero la cruzada había cambiado el caminar pacífico del peregrino en el violento del cruzado. La cruzada se había convertido en una peregrina– ción armada. Aunque la llamada de Urbano II en 1095 iba dirigida prefe– rentemente a los caballeros, justificando su situación social y religiosa, fueron las masas del pueblo las que respondieron primeramente, mar– chando a la conquista de Jerusalén desarmadas y en actitud penitencial, como si se tratara de una nueva peregrinación. El éxito de esta llamada hay que colocarlo dentro de la ansiedad con que los laicos buscaban la salvación que ahora, por primera vez, se les ofrecía sin tener que renunciar a su estado. La misma convicción que empujaba al peregrino a dejar su casa y lan-

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