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206 L. IRIARTI! los habitantes de Arezzo fue porque, «hospedándose en un hospital de un ·barrio de la ciudad, le daba pena escuchar día y noche el estrépito de las armas y los gritos entre las dos facciones en guerra»; persuadido de que una situación como aquella no podía ser sino obra de los demo– nios, que atizaban el odio y la venganza, ordenó a Silvestre, su compañero, que los conjurase en nombre de Dios (LP 81). ·Francisco fue un pacificador, pero no fue un pacifista. Deploró la vio– lencia y la guerra, pero no alzó la voz contra los beligerantes, si no fue para moverlos a penitencia. No denunció la cruzada, que veía impulsada e indulgenciada por el papa y los obispos; pero su espíritu no compartía aquel modo de enfrentarse un bloque religioso contra el otro, aquella mística de la guerra contra el infiel, en nada diferente de la guerra santa del Islam. En un opúsculo de san Bernardo, que había venido a ser como el manual de espiritualidad del miles Christi, se leían expresiones como estas: «Tanto el morir por Cristo como el matar por Cristo no es delito, sino que merece gloria... El soldado de Cristo mata con tranquilidad de conciencia y muere con mayor tranquilidad. Cuando muere gana él, cuando mata gana Cristo... Matar a los malvados no es homicidio, sino malicidio; es vengar a· Cristo de los que obran el mal y defender a los cristianos... En la muerte de un pagano es glorificado Cristo...» 38 Francisco intuía que tenía que haber otra vía de solución entre aquellos dos mundos antagónicos, al margen de la violencia. Cuando desembarcó en Damieta halló al ejército cristiano en el ardor de los preparativos para un asalto general a la ciudad. En la inminencia del ataque, que se anun– ciaba tremendamente sangriento, quiso evitarlo. Tuvo revelación del Señor que sería fatal para los cruzados; y se sintió profeta. Antes de anunciarlo a los jefes, pidió. consejo a su compañero: «Si se lo digo, me van a tomar por loco; si me callo, me lo reprochará la conciencia.» Le respondió el compañero: «Hermano, no te preocupes de lo que digan; no será la pri– mera vez que te toman por loco. Descarga tu conciencia.» En efecto, no se le escuchó. Mientras arreciaba el combate, oraba lleno de angustia. La jornada terminó con una derrota aparatosa para los asal– tantes: seis mil bajas entre muertos y prisioneros. Era el 29 de agosto del 1219. Francisco lloró sobre aquella mortandad, para él absurda. Y dice el biógrafo que, sobre todo, «lloró por los españoles, caídos en mayor número a causa de su arrojo en la pelea». 39 38 De laude novae militiae, ad milites Templi, cap. III; ML 182, 924s. " 2 Cel 30. Lo refiere también san Buenaventura, LM 11, 3. Del asalto, que terminó en espantosa mortandad, informa Jacobo de Vitry en su carta de 1220 (G. Gouraovrcu, Bibl. Bio-Bibl. della Terra Santá, I, 6s).
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