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186 L. IRIARTE llegado a Bolonia, se situó en la plaza mayor y allí estuvo recibiendo burlas y vejaciones de todo género por parte de la gentualla durante varios días, hasta que por fin un maestro en leyes, después de observar la paz con que soportaba todo, se acercó y le hizo la pregunta clave: «¿Quién eres tú y a qué has venido?» Bernardo, por toda respuesta, extrajo del seno la regla y se fa dio a leer. Desde aquel momento todo cambió parl:J el hermano Bernardo; halló un protector decidido en el maestro y «comenzó a ser muy venerado de la gente por su santa vida»; la fraternidad quedó esta– blecida (Flor, e; 5). PRESENCIA PACÍFICA Y MINORÍTICA El compromiso de un ideal de perfección cristiana «viviendo entre los hombres» requiere un cultivo constante de las virtudes evangélicas en su dimensión humana y social, cuyo ejercicio no es tan necesario quizá cuando se ha elegido el seguro del monasterio. También aquí Francisco va derechamente al Evangelio, ignorando los convencionalismos ascéticos que, en gran parte, habían hecho, y han seguido haciendo, de las actitudes más destacadas del programa de Jesús -la caridad fraterna, la humildad, la mansedumbre, la benignidad...- un conjunto de ejercicios ascéticos con sus grados y sus estrategias de combate y de superación. Ante todo, él eleva a la categoría de virtudes evangélicas algunas cuali– dades de grande importancia en la convivencia humana, que no aparecen en el catáfogo de cuño aristotélico adoptado en las escuelas: la sencillez, hermana de la sabiduría (SalVir 1); la cortesía, hermana de la caridad y «una de las propiedades de Dios» (Flor 37); la afabilidad, compañera asi– mismo de la caridad (2 Cel 180); la discreción, que ayuda a discernir las situaciones en clave de liberalidad (Adm 27, 6); la confianza y la lealtad recíproca (1 R 9, 10; 2 R 6, 2-8; Adm 25); y, de manera especial, la alegría, fruto de la pobreza y de la pureza de corazón, componente esencial de la compenetración fraterna (Adm 27, 3; 2 Cel 128; LP 97), condición impres– cindible de la presencia penitencial del hermano menor entre los hombres. Hl dato que mejor explica el estilo de esa presencia, tal como la deseaba el fundador, es la decisión capitular que hizo promulgar e insertó luego en la Regla no bulada: «Guárdense de aparecer tristes al exterior e hipócritamente encapo– tados, sino que más bien han de mostrarse alegres en 'el Señor, jubilosos y oportunamente donairosos» (1 R 7, 16; cf. 2 Cel 128). Todo en función de la «señora santa caridad», guía y maestra de todas las virtudes, superior al amor de una madre para con su hijo, cuando se
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